domingo, 30 de noviembre de 2008

Televisión e impudicia





Jorge Moch

Para doña Maricarmen, Benito y Paco
Y en buen mexicano: el viejo era un chingón

En la primera centena del Cabezalcubo, un abrazo
a todos sus lectores

Impudicia, según la Real Academia Española de la Lengua , es “deshonestidad, falta de recato y pudor”. La televisión en México, particularmente la que se hace en el duopolio Televisa- tv Azteca, es impúdica por antonomasia (no suena mal decir: “Voy a prender la impúdica un rato”). Así que muchos televidentes ya no nos sorprendemos con sus excesos discursivos o formales, ni con sus ambivalentes mojigatería y desmadre, ni con su abyección periodística. Pero hay excesos que llaman nuevamente la atención, reiteran la calaña necrófaga del medio, certifican que la televisión en México opera en función de intereses muy lejanos a la presunta actividad periodística, informativa y de entretenimiento que debería sustentar su existencia, y que son esos intereses lejanos, también, al bienestar nacional.
Una de esas más recientes muestras, en cuya inercia se ha visto también arrastrada buena parte de la televisión estatal, fue la muerte del secretario de Gobernación y algunos de sus colaboradores en el avionazo de Las Lomas, en Ciudad de México. Es impúdica la manera en que los noticieros de Televisa y TV Azteca se dedicaron a manosear el asunto, a estirarlo aunque la noticia no diera más, a insistir en la sola versión oficial de un lamentable accidente del que ahora se presenta a Juan Camilo Mouriño como legatario de honestidad y verdad impolutas, como hombre dedicado a la democracia, al buen hacer social. Patrañas. Muchos, aunque se nos tache de adictos al sospechosismo, no tragamos el cuento ridículo, pero conveniente, de una súbita falla mecánica en la aeronave en que viajaba el segundo hombre más poderoso del maltrecho régimen calderonista. Muchos hemos visto, desde mucho antes de que ese régimen lograra ser incrustado en la vida nacional, cómo ya operaba, desde la sucia campaña protopanista y empresarial de la derecha, la expulsión de los medios masivos de todo aquel que supusiera alguna crítica y en la crítica un obstáculo insalvable, porque poco, muy poco se habría necesitado en verdad para evitar que Felipe Calderón pusiera un piecito en la silla presidencial. No es nuevo, pues, que sus colaboradores y alecuijes tengan por costumbre meter mano en los medios. Ahora, como nunca, esa mano está allí, reacomodando la realidad, porque hay verdades que a la derecha gobernante no convienen. La primera de esas verdades es la fragilidad de su inmanencia gubernamental. Claro que esto no es el hilo negro. Ya las televisoras del duopolio han comido carroña antes, como cuando murió Karol Wojtyla, al que particularmente tv Azteca se negó a dejarlo pudrir en la tumba y mantuvo a cuadro por muchos meses después de que Ratzinger fuese el sucesor designado en el Vaticano. Otro caso en que también los rezanderos del Ajusco se lucieron, fue cuando trataron patéticamente de lavar el rostro manchado de cocaína y tráfico de influencias del locutor Paco Stanley. Lástima que entonces no pudieron armar el cuento del accidental acoso de las balas con que Stanley fue ultimado por presuntos sicarios enviados por sus narcos acreedores…
Juan Camilo Mouriño fue un funcionario. Más: fue un funcionario impúdicamente corrupto, confeso él mismo cuando, en un alarde de cinismo extremo, llegó a declarar pública y abiertamente que sí, que como funcionario público había firmado contratos de sus propias empresas con instituciones del gobierno federal sin mediar licitaciones, que sí había suscrito esos mismos documentos cuya existencia había negado poco antes, hasta que la oposición –la única oposición política real que hay en este pobre país apachurrado– logró extraerlos de la cloaca y airearlos un poquito. El discurso de los noticieros entonces era tragicómico, desmintiendo sus propios desmentidos con el cinismo de un secretario de Gobernación al que sólo le faltó subrayar su falta de honestidad y su arbitrariedad con un “y qué, cabrones”. Juan Camilo Mouriño fue un funcionario más que muchos insistimos en que pudo ser asesinado y nos presentan en cambio como víctima accidental. Como Ramón Martín Huerta, el panista secretario de seguridad cuyo helicóptero también se cayó, así nomás. Como Carlos Madrazo, hace muchos años. Y la televisión haciendo alharaca y negocio, repitiendo hasta el cansancio las mismas escenas, las mismas cantaletas, las mismas versiones oficiales que parecen estar orientadas únicamente a tratar de apuntalar una falsa imagen de contundencia y fortaleza, en un gobierno que no es sino la medrosía de unos cuantos que bien saben cuánto deben y a quién…
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