domingo, 9 de noviembre de 2008

La Espia del Centauro

Ya se acerca el veinte de noviembre, fecha que los renegados celebramos y que los reaccionarios y persignados quisieran que se olvidara. Tengo algunos retazos escritos con las patas, historias sobre la revolución.

La Espía del Centauro

Ciudad de México, verano de 1915

El general carrancista Pablo González, jefe del cuerpo de ejército del noreste, se encontraba disfrutando de un juego de billar con su ayudante, el coronel Salcido. El general se había instalado en los lujosos aposentos de la casona en Paseo de la Reforma de Alberto Brannif, un “científico” que había apoyado a Huerta y se había exiliado a Paris tras caer el pelon.

“Me la puso usted muy difícil, Salcido,” dijo González observando la disposición de las bolas.

“Pos ya va usted adelante, mi general,” se rio Salcido. “Tengo que por lo menos ganar la de la honrilla.”

González se aprestaba a intentar un tiro cuando entró un teniente todo agitado.

“¡Usted perdone mi general!” dijo el teniente Vargas cuadrándose.

El taco de González rasgó la felpa de la mesa con el sobresalto de la interrupción. “¿Y ora que chingaos mi teniente?, ya me chispoteo el tiro.”

“Capturamos la espía mi general,” explicó Vargas. Por varias semanas ya las tropas carrancistas habían estado tratando de descubrir a un elusivo espía que había estado mandando palomas mensajeras al norte, rumbo al centauro, con información detallada de los movimientos de las tropas carrancistas.

Apenas hace un mes que las tropas zapatistas de la convención habían abandonado la ciudad. Las tropas de González de inmediato entraron a esta. Al norte, en el bajío, Pancho Villa y Álvaro Obregón se encontraban enfrascados en las titánicas batallas de Celaya.

“¿La espía? ¿Es una mujer?” preguntó con azoro González.

“Si mi general. La tenemos en una habitación en la planta baja. ¿Quiere interrogarla?”

“¿Para que chingaos?” preguntó González haciendo una mueca de desdén. “A los espías se les fusila y ya.”

El teniente estaba muy pálido. “Con todo respeto, mi general, debe usted verla.”

“¿Pa’ qué?” preguntó Salcido apoyando a su jefe.

“Mi coronel…” el teniente titubeo. “Es que está guapísima.”

El general era algo chiledulce. “¡Puta madre! ¿A poco? Órale, déjeme interrogarla entonces, ¡ja ja!” González se ajusto la casaca y se atuzó el bigote.

González entró bruscamente en la habitación donde se encontraba la mujer. Esta estaba de pie junto a una ventana. Portaba esposas y la blusa estaba desgarrada, aparentemente había habido trifulca al capturarla, y se veía expuesto un hombro muy mordible. El pelo era una mata negrísima, azabache, mas obscura que la conciencia de Huerta, que le llegaba a la cintura. La mujer volteo a ver a González y su sequito. Lo hizo con la gracia y elegancia de una prima ballerina. Una mueca de desprecio se formó en sus delgados labios. Era, en efecto, bellísima, muy morena, de pómulos altos, delgada, bastante alta, con una prominente nariz aguileña. Portaba una falda con olanes y botas de montar y numerosos collares. Los ojos eran verdes y brillaban.

“¡Ave Maria!” exclamó González que no se pudo contener. “¿Es usted una gitana?”

“Si, soy romani,” contestó la mujer.

“¡Carmen!” exclamó Salcido, un fanático de la opera, y que tampoco se había podido contener.

“Dice que es esposa de Pancho Villa,” explicó el teniente.

“¿Y como se llama usted…señora?” preguntó González.

“Scheherazade Sterhazy…de Villa.”

“¡Schecherazade!” suspiró Salcido que ya había quedado profundamente enamorado de la mujer.

González la vio algo incrédulo. “¿A poco de verdad esta casada con Pancho?”

“Si, nos casamos por lo civil cuando Pancho anduvo aquí en la ciudad. Fue derecha la cosa. En la mañana se casó con mi hermanilla y en la tarde conmigo. ¡Pero a ambos nos cumplió! Mi Pancho es muy hombre.” La mujer sonrió lascivamente.

González tomó una decisión rápida. “Bien, si nos dice el nombre de sus cómplices la dejare ir.”

“¿Cómplices? Yo hice todo solita. ¿A poco no cree que no puedo vigilar los movimientos de sus trenes. Y sus oficiales, con tantito les sonreía y me soltaban toda la sopa. No, no tengo cómplices. Me basto yo solita para estos trotes.”

González, viejo zorro, no dijo nada. Contempló a la mujer. Luego a Salcido y al teniente. Estos dos babeaban. Si la mujer les hubiera pedido que llenaran a González de plomo quien sabe que hubiera pasado. “¡Usted es una bruja! ¡Fusilenla!”

La mujer se rió. “Bien me decía Pancho que oste no sirve mas que para mayate de Carranza.”

González salio de la habitación gritando. “¡Que la fusilen Salcido!”

El cuadro se había formado en el jardín de la casona. Desde una ventana observaban Pablo González y Salcido. Vargas le había ofrecido una venda. La mujer la rehusó. Ella alzo su vista hacia donde estaba González…y le sonrió.

Gonzalez sacudió la cabeza. En sus manos tenia una copa de cognac de la reserva de Braniff. “Ordénenles que le paren, Salcido, está muy guapa para alimentar zopilotes.”

Salcido se apresuró a ir a interrumpir el fusilamiento. Regresó con la mujer.

“¿Que hacemos con ella, mi general?”

González la observo con cuidado. “¿En verdad se llama Scheherazade?”

“Si.” La mujer sonrió. González sintió que su mano tembló.

González se volvió a llenar su copa. Tenia la casaca media abierta. Se sentó en una cómoda poltrona. “¿Como la de los cuentos?”

“Si.”

“Siéntese señora,” indicó González. “Salcido, quitele las esposas.”

La mujer se talló las muñecas. “¿Que quiere de mi? Ya le dije que no tengo cómplices.”

“No he decidido. Teniente, Salcido, siéntense, pónganse cómodos. ¿Quiere algo de tomar señora?”

La mujer lo vio con recelo. Era evidente que González había cambiado de táctica. No la podian quebrar amenazándola con fusilarla. “Si tienen una copa de vino se lo agradeceré. Abreviemos, general, yo en su lugar usaría la tortura.”

“Usted es cruel, señora.”

“Soy gitana, ya sabe usted…”

Salcido solícitamente le sirvio una copa de vino.

“Bien, le hare una propuesta. Ya anocheció. Entreténgame con un cuento. Como hacia la Scheherazade de los cuentos. Si me gusta el cuento, la dejare vivir un dia mas, si no, la fusilare al amanecer.”

La mujer se puso muy seria. “Se mofa usted de mi.”

Gonzalez sonrió. “Pero hay una condición…”

“¡Explíquemela!” demandó la mujer.

“El cuento me debe dar algo que me ayude a batir a su marido. ¿Entiende? Al final de su cuento quiero ser mas sabio en estos menesteres de la guerra, si tal cosa es posible.”

La mujer se rió. “Ustedes siempre le harán los mandados a Pancho. Pero bien, acepto sus condiciones.”

“Empiece entonces.”

“Bien, os contare sobre la expedición de Barradas y algo os enseñare del alma del soldado mexicano, que tal vez os sea de utilidad.” La mujer pidió una guitarra. Empezo a tocar esta lentamente, con aires andaluces. Y empezó a canturrear.

“Gran alboroto de tambores y clarines

Escandaliza a la Habana

Ya saludan los cañones de los fortines

La expedición mejicana.

Se alza altivo el estandarte de España

En los palos de la nave capitana

Y un tercio viejo busca hacer hazaña

Reconquistando la tierra mejicana.”

“Ah, ya recuerdo,” dijo González. “Barradas intentó reconquistar México para la corona española en 1826 creo. Era presidente don Vicente Guerrero.”

“Muy bien, mi general,” dijo Scheherazade sonriendo. “A ver si me dice quien es este.”

La mujer empezó a tocar la guitarra con mas animación. La música ya no tenia tan obvias cadencias andaluces. Era ahora un son tropical.

“No le digo mi negro, ¡que no le digo!

Y no me de usted cuerda que le sigo.

Porque a fe mía que el mas picudo

En todo el veracruzano puerto

El que tiene el ingenio mas agudo

Es Antonio, de eso esté cierto.

¡Es Antonio el macizo,

El que con una puntada

El México nuestro hizo

Y fue el ocho su espada!

Un día la republica proclamó

Fue con el plan de Casamata

Que Antonio la guerra desata

Y la corona imperial tambaleó.”

González se rascó la cabeza. “¿Antonio? ¿Veracruz?”

Salcido estaba igual de perdido. “¿Que es eso del ocho? ¿El ocho de espadas? ¿Es albur?”

La mujer volvió a tomar la guitarra.

“No le digo mi negro, ¡que no le digo!

Y no me de usted cuerda que le sigo.

A fe mía, señores, que no hay

Un mayor grupo de cabrones

En toda la guarnición del puerto

Que los mulatos y cuarterones

Del ocho, de eso esté cierto.

Los domingos guardan misa

Y en honor al santo patrono

Celebran entre risa y risa

Y en el atrio bailan ‘El Mono’.

Y siguen a Antonio fielmente

Y lo seguirían hasta el averno

Entrarían con tambor batiente

Haciendo del infierno infierno.”

“Es el regimiento numero ocho, mi general,” dijo el teniente. “Le eran muy adictos a Antonio López de Santa Anna. Este proclamó la republica con el plan de Casamata y derrocó a Agustín de Iturbide.”

González hizo una mueca de resentimiento. Originalmente periodista y relativamente culto, no conocía mucho de la historia militar de México. “¿No le digo, Salcido, están convirtiendo en unos eruditos a estos aguiluchos hoy en dia. Es culpa de Felipe Ángeles, si lo conozco. Cuando era maestro en el colegio militar les llenaba la cabeza de humo.”

“Pos sera el sereno, mi general,” dijo la mujer sonriéndole al teniente. “A mi me gustan los hombres eruditos.” El teniente suspiró.

“¿Pos que ira a decir Pancho?” comentó socarronamente Salcido. “Mejor que ni se entere Villa mi teniente porque lo va a quebrar por andarle bajando a la señora. Y no lo culpo, ¡ya ven que guapa está!”

“Pos guapa o no, hasta ahora nomás nos ha canturreado,” apuntó González. “Bien, que con Santa Anna. Asumo que ese cabrón estaba al frente de la guarnición de Veracruz.”

“Pos Santa Anna fue un traidor según he oído,” dijo Salcido.

“No el Santa Anna de 1826. Dígame, mi general, ¿por qué los mulatos del ocho le eran tan fanáticos? Píensele tantito.”

“No sé. A la mejor les pagaba bien.”

“Ay mi general,” la mujer suspiró. “¿Por qué cree que los dorados se harían matar por mi Pancho? Cuando sale un líder nato, y Santa Anna tal era cuando joven, los hombres se identifican con él. Si, Santa Anna tenia muchos defectos. Era un tahúr y un chile dulce. Pero así es el mexicano. Hay veces que le sale un líder, de esos que no se repiten cada cien años, y la gente lo sigue por qué ese líder es lo que ellos quisieran ser. Los negros seguían a Santa Anna por eso. Le admiraban su importamadrismo y su dispendio, ellos que andaban desarrapados y hambrientos. Y los dorados se harían matar con tal de probar que son tan bragados como mi Pancho. No importa que tantos defectos tengan.” Luego acabó con aire de sibila: “Esto siempre ha sido y será.”

González prendió un puro. “Bien, sera el sereno, ya es medianoche, sígale con su cuento.”

“Pues no hay mas que decirle, mi general,” dijo la mujer. “Los españoles desembarcaron en Tampico. Enterado de esto, Santa Anna mando por tierra a mata caballo a la caballería con el coronel Andonegui y el general Mier y Teran. Mientras tanto Santa Anna embarcó en unos buques al ocho y se dirigió a Tampico. Los mexicanos desembarcaron en lo que es ahora Pueblo Viejo, todavía en la orilla veracruzana.”

“¿Y los españoles que habían hecho?” preguntó Salcido.

“Barradas quería a toda costa llegar a San Luis Potosí,” explicó Scheherazade. “Ese pueblo tenia fama entonces de mocho y probablemente los habitantes los recibirían con los brazos abiertos. Pero Barradas no había pasado de Altamira.”

“¿Altamira? Pos si está tan solo a unas leguas de Tampico.”

“En efecto, general,” se rio la mujer. “El problema es que Andonegui y Mier y Teran con su caballería lo traían loco. Le atacaban la retaguardia, le hacían fintas, aparentaban ser mas en numero de lo que realmente eran. ¡Ja ja! ¡Hoy en dia Mier y Teran y Andonegui estarían con mi Pancho, ya vide como los traen a ustedes.”

“¡Oigame señora!” protestó González. “Avóquese a su cuentos carajos.”

“Bien, desmoralizados los españoles decidieron hacerse fuertes en Tampico. Pero en unos cuantos días el vomito negro los tenia diezmados. Fue entonces cuando Antonio decidió cruzar el Panuco con sus mulatos por el rumbo de la quinta de doña Cecilia, una posadera que vendía vituallas a los pescadores del rumbo. En efecto, Antonio cruzo a su gente y los alineo en línea de batalla. Los españoles tenían un fortín con artillería que les cerraba el paso a Tampico donde tenían a todos sus hospitalizados. Pues después de un discurso pomposo Antonio se puso al frente de su gente. Hay que reconocerle que era valiente aunque pendejon y terco.”

“Es que era un gachupin el cabrón también,” se rio Salcido.

“Pos si, el caso es que le mataron el caballo luego luego lo cual enardeció a los mulatos. Estos entraron a bayoneta calada al fortín…¡y fueron rechazados con perdidas tremendas!”

“¡Puta madre!” exclamó González.

“Ya se imaginaran. Los españoles se habían crecido. Entre Josus y Hostias se paraban en los parapetos retando a los mexicanos a que volvieran a cargar entre los montones de sus muertos que habían enfrente del fortin. Y Santa Anna, por cierto, para estas alturas ya empezaba a ver si podía volver a cruzar su gente al otro lado del Panuco. Fue entonces que el dedo de Dios escribió una línea de nuestro destino.”

“¡No sea sangrona!” dijo Salcido socarronamente.

“Tampoco, señora,” protestó también el teniente.

“Perense cabrones, a ver, explíquese señora,” ordenó Gonzalez.

“Pues verán, esa mañana cuando cruzaron en piraguas y balsas los mexicanos el río había estado muy embravecido. El cielo tenía un color de hormiga y los pájaros revoloteaban como locos. El caso es que cuando iba a iniciarse un segundo asalto de pronto se alzo un viento huracanado. En efecto, era lo que llaman un ciclón o huracán en esas latitudes y entró precisamente a tierra por Tampico. Las piraguas y pertrechos de los mexicanos se los llevo la corriente. El río se desbordó y se llevó a muchos infelices. Ninguno de los dos bandos tenia ya animo de continuar la batalla. Los españoles, que en su vida habían visto semejante meteoro, se guarecieron en el fortín rezando con los rosarios en la mano. Los mexicanos mientras se trataban de guarecer bajo los árboles y en los pocos jacales que todavía estaban en pie. De pronto el viento cesó.”

“El ojo del huracan…” dijo Salcido.

“Así es. Pues bien, los mexicanos estaban todos desmoralizados, ya casi sin armas, y la pólvora estaba toda mojada por supuesto. De ahi entonces que Santa Anna demostró su gran labia. El cabrón se había guarecido en la quinta de doña Cecilia. Se montó en un precioso alazán y salio muy campante a arengar a la gente. El mismo cielo, les dijo, era su aliado. ¡No estamos derrotados exclamó! Claro, ya no tenia manera de cruzar el río. Santa Anna se jugaba todo en una sola tirada de los dados. Y al verlo caracolear el caballo y ondear la bandera pos la gente tomó animo. Se dirigieron como tropel de búfalos sobre el fortín. Los españoles, mientras tanto, todavía no se recuperaban y su pólvora, por supuesto, también estaba mojada. Así pues, los cañones que en la mañana les habían causado estragos a los mexicanos estaban ahora mudos. Todo acabó en cinco minutos. El fortín cayo. Unos cuantos días después Barradas capituló. Con toda su gente enferma no iba a poder presentar batalla.”

“Bueno, ¿y como chingaos me ayuda esto a derrotar a su marido?” preguntó González.

“Dudo que lo ayude en mucho. La moraleja de todo esto, le repito, es que el líder nato siempre encuentra la manera de arengar a su gente. No importa que negra se vea la situación siempre les inyectara animo. Y hay que conocer al mexicano. El soldado mexicano es muy frágil. Con cualquier cosa se desmorona su moral. De ahí que un buen líder tiene que estar siempre trabajando en mantener el animo de su gente. Y le digo ahora mismo que aun si Obregón derrota a mi Pancho en Celaya no piense que se va a rendir ansina nomás porque si. ¡Mi Pancho les va a dar un chingo de bronca todavía!”

González se paró y salio de la habitación no sin antes jurar: “¡Salcido! ¡Fusilela al amanecer! ¡Puta madre!”

Salcido y el teniente se quedaron viendo uno al otro tristemente. La mujer se rió. Mas, no se preocupen, igual que la mulata de Córdoba, cuando fueron a sacarla de su celda esta ya estaba vacía. Brujería, dirán unos, ya viden que las gitanas tienen pacto con el diablo. O tal vez fue que Vargas le había creído lo que había dicho la gitana, “que le gustaban los hombres eruditos”. El caso es que para fortuna de Vargas ni Salcido ni González la hicieron de tos. Salcido porque ganas no le faltaron de liberarla. Y González porque tenia en sus manos una bronca tremenda con Rodolfo Fierro, el lugarteniente del centauro. Pero esa es otra historia.

FIN

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