El pasado lunes, el gobierno de Canadá informó su decisión de exigir visa a los mexicanos que pretendan ingresar a su territorio. El anuncio se produjo horas antes de que la medida entrara en vigor –a partir de las 23 horas de anteayer–, lo cual generó una comprensible molestia entre los cientos de personas que pensaban viajar a ese país y que se vieron en la necesidad de retrasar o incluso suspender sus planes.
Esta determinación obedece, a decir de las autoridades de Ottawa, a un incremento notable en las solicitudes de refugio presentadas por mexicanos a Canadá –muchas de ellas infundadas–, que se han triplicado de 2005 a la fecha: tan sólo en 2008 más de 9 mil 400 peticiones fueron hechas por connacionales –cifra que representa 25 por ciento de todas las recibidas por las autoridades canadienses–, circunstancia que "además de crear importantes retrasos y una espiral de nuevos costos en nuestro programa de refugiados (...) está socavando nuestra capacidad para ayudar a personas que huyen realmente de la persecución", según señaló el ministro de Inmigración, Jason Kenney.
Es necesario enfatizar que el requisito impuesto a los mexicanos que deseen viajar a ese país obedece a una decisión soberana, derivada de una inquietud comprensible del gobierno de Ottawa, y debe ser, por tanto, respetada. No obstante, la manera en que dicha determinación fue dada a conocer –a unas horas de entrar en vigor y sin permitir que los afectados tomaran las previsiones necesarias– da cuenta de un dejo de desconfianza de las autoridades canadienses hacia las mexicanas, sentir que no corresponde al trato diplomático entre naciones amigas –que son, además de todo, importantes socios comerciales–, y apunta, por ello, a un retroceso sensible en las relaciones bilaterales.
Con todo, lo más preocupante del episodio es la reacción errática de la diplomacia mexicana, la cual –más allá de un escueto comunicado emitido el pasado lunes, en que "lamentaba" la decisión del gobierno canadiense– se ha mostrado inoperante en sus tareas de gestionar ante las autoridades de aquel país en favor de los mexicanos que, sin deberla ni temerla, se vieron afectados por la medida. Adicionalmente, el hecho que se comenta ha exhibido una deplorable falta de voluntad o capacidad de quienes conducen la política exterior de nuestro país por hace valer las nociones más elementales de reciprocidad diplomática, como la facultad soberana de solicitar visa a los habitantes de los países que la requieran a los mexicanos (como ocurrió, por ejemplo, en Brasil, cuando el gobierno de George W. Bush recrudeció las condiciones a los visitantes extranjeros tras los ataques terroristas de 2001, y cuando el gobierno de Lula da Silva, en respuesta, introdujo las mismas medidas para los estadunidenses).
Por lo demás, con la situación que se comenta queda de manifiesto una profunda falta de equidad política –amén de la asimetría económica– entre las tres naciones que integran el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, y se hace evidente que dicho acuerdo fue concebido y diseñado para beneficio exclusivo de los grandes capitales, no de las personas, a quienes se restringe el tránsito libre entre las naciones y la posibilidad de procurarse mejores condiciones de bienestar y desarrollo.
Si en política la forma es fondo, la manera en que fue impuesto este visado dice mucho sobre cómo es visto nuestro país en el ámbito regional, y ello es lamentable; pero es igualmente alarmante que el gobierno mexicano no pueda o no quiera comportarse a la altura de las circunstancias en este tipo de episodios.
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