A posteriori, puede verse la improcedencia del empeño del gobierno que encabeza Felipe Calderón por sacar provecho electoral de una guerra contra la delincuencia
que ha tenido un costo altísimo para México, tanto en vidas humanas como en recursos económicos y deterioro institucional, y que ha producido el efecto de ahondar y agudizar la terrible inseguridad que padece la ciudadanía. Asimismo, la derrota del blanquiazul en las urnas refleja el malestar por la forma indolente y antipopular con que se ha hecho frente a la crisis económica, fenómeno que es ciertamente mundial, pero que en nuestro país ha tenido costos sociales desmesurados y profundamente injustos.
Un tercer factor que podría explicar el declive general de Acción Nacional sería la persistencia de la corrupción en los gobiernos panistas y la tendencia de éstos a recuperar, para provecho propio, las prácticas clientelares, caciquiles y antidemocráticas del PRI, prácticas que, por cierto, fueron empleadas a fondo en vísperas de las elecciones.
Para los estamentos regionales y nacionales del tricolor, los resultados de este comicio son una inequívoca victoria. No lo son, sin embargo, para el país, habida cuenta de que durante casi nueve años de ser oposición en lo federal y de ejercer el gobierno en la mayor parte de los estados, el priísmo, lejos de reformarse, renovarse y democratizarse, se atrincheró precisamente en lo que antaño se denominaba la subcultura
política: el corporativismo vertical, el uso indebido del poder público para favorecer a grupos específicos de interés y la práctica administrativa opaca, discrecional y sin contrapesos, como ocurre en la mayor parte de las entidades en las que el PRI ocupa el Ejecutivo.
Igualmente preocupante es que en los primeros tres años del régimen calderonista las bancadas legislativas del tricolor han tejido alianzas inocultables con los poderes fácticos del gran capital y terminado de apartarse de principios fundacionales de ese partido, como la justicia social y la defensa de la soberanía nacional. En el colmo del pragmatismo político, la victoria priísta se produce, en varios casos, en alianza con el Partido Verde Ecologista, franquicia electoral que en estos comicios se puso al servicio del duopolio televisivo –para que éste pudiera conformar, en los hechos, un grupo parlamentario propio, así se trate de una situación irregular y aberrante, según los principios elementales de la democracia– y que ha hecho campaña proponiendo nada menos que el restablecimiento de la pena de muerte en el país, es decir, la implantación de la barbarie.
Si éstos son algunos de los contenidos que arroja la elección de ayer, las formas denotan una exasperante regresión a tiempos que se suponían superados: campañas de descalificación del adversario, uso de recursos públicos para comprar voluntades ciudadanas, acarreo de votantes y provocaciones violentas –como ocurrió en Cuajimalpa, Distrito Federal, y en Ecatepec, estado de México– que no parecen expresión de encontronazos espontáneos surgidos de la pasión política de los ciudadanos, sino montajes desde el poder.
Finalmente, es inevitable reconocer, en esta degradación de los procedimientos democráticos y en la apatía o la irritación ciudadana ante la vida política, el daño a la cultura cívica que causaron las irregularidades y el desaseo de los comicios presidenciales de 2006, en los cuales el Ejecutivo federal y las autoridades electorales y judiciales exhibieron un desempeño turbio e inescrupuloso que marcó al gobierno actual y dejó sobre el conjunto de la institucionalidad electoral la sombra perdurable del descrédito.
En suma, las elecciones realizadas ayer, lejos de reconciliar a los ciudadanos con las que debieran ser sus formas e instancias de representación, acrecientan la distancia entre el México formal y el país real, y ello no es bueno para nadie.
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