Ayer, en Afganistán, un comando insurgente reivindicó la captura de un efectivo militar estadunidense "junto con sus tres guardias afganos en Yusuf Jail, distrito de la provincia de Paktika", cuya desaparición había sido denunciada el pasado 30 de junio; se trata del primer marine capturado por combatientes islámicos en territorio afgano en más de dos años.
Este anuncio se produce el mismo día en que alrededor de 4 mil infantes de marina fueron desplegados en el valle de Helmand, considerado un bastión de las milicias talibán –supuestamente derrotadas desde 2001–, en lo que constituye la mayor ofensiva militar de la presidencia de Barack Obama. Cabe recordar que, poco después de asumir la presidencia, el político afroestadunidense se comprometió a enviar a Afganistán un refuerzo extra de más de 20 mil soldados –muchos de los cuales serían desplazados de Irak a la nación centroasiática– con el fin de ayudar en el entrenamiento de las fuerzas de seguridad afganas y en las acciones de combate a la insurgencia islámica.
La nueva escalada de violencia y confrontación bélica en Afganistán evidencia el carácter insostenible de la presencia militar de Estados Unidos en esa nación. En los pasados ocho años, mientras que la ocupación de Washington en Irak se ha enfrentado a una justificable condena de la comunidad internacional, la aventura bélica emprendida por George W. Bush en Afganistán ha transcurrido sin mayor oposición aparente y hasta ha gozado de cierta legitimidad por los nexos entre el depuesto régimen talibán y la organización terrorista Al Qaeda, presunta responsable de los atentados del 11 de septiembre de 2001.
Mientras que en Irak se avanza en el retiro de las tropas estadunidenses –que, según los planes originales, concluirá a finales de 2011–, el mundo asiste a la perpetuación y a la intensificación –ahora en el gobierno de Barack Obama– de un atropello tan ilegal, colonialista e injusto como el que ha tenido lugar en territorio iraquí desde 2003, sin que ello suscite las correspondientes manifestaciones de repudio internacional.
Sin embargo, al igual de lo ocurrido en Irak, la presencia militar estadunidense en Afganistán ha significado enormes cuotas de dolor y sufrimiento para los habitantes de ese país y no ha contribuido, en cambio, a la pacificación, por el contrario, la invasión ha profundizado la violencia sectaria en Afganistán, ha vuelto a esa nación aún más insegura y ni siquiera ha logrado contrarrestar en forma significativa el fundamentalismo religioso que imperaba antes de 2001 en la sociedad afgana: como lo han documentado distintas organizaciones, como la Asociación Revolucionaria de Mujeres de Afganistán (RAWA, por sus siglas en inglés) y Amnistía Internacional, el entorno de discriminación, violencia y maltrato es el mismo que antes de la invasión: se mantienen intactas prácticas como los matrimonios arreglados, la agresión sexual y las prohibiciones para que las niñas asistan a la escuela, entre otras, todo ello con el consentimiento del régimen de Hamid Karzai.
Es necesario, pues, que el gobierno de Obama reconozca que, al igual que en Irak, su país ha sufrido en Afganistán una derrota en los terrenos político, militar y moral; que asuma las responsabilidades que ello conlleva y –por más que esto contravenga los intereses de los halcones de Washington y del complejo militar-industrial que ejerce un enorme poder de facto en la política estadunidense– disponga el retiro inmediato de sus soldados de esa nación.
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