lunes, 12 de septiembre de 2011

Retratos y Retretes.

11-S: la fecha que no llega.

En vísperas de la conmemoración de los atentados del 11 de septiembre de 2001, se realizó en Sayed Abad, Afganistán, un ataque contra una base de las fuerzas occidentales ocupantes, con saldo de dos muertos y alrededor de cien heridos. La guerra en esa nación centroasiática, iniciada por Washington en venganza por las acciones terroristas de hace una década en Nueva York y Washington, está también a punto de cumplir 10 años y no tiene visos de solución, como tampoco los tienen la ocupación israelí de los territorios palestinos ni la violencia en Irak, sembrada por la invasión y la ocupación estadunidenses. No ha sido posible, por otra parte, contrarrestar la sensación de inseguridad que desde entonces acecha a la sociedad estadunidense, sentimiento que no necesariamente guarda relación con amenazas reales o supuestas procedentes de Medio Oriente. Prueba de lo anterior es la intensa vigilancia en que se realizaron las conmemoraciones de ayer en Nueva York y otras ciudades importantes, así como la persistencia de la mayor parte de las disposiciones antiterroristas dictadas por la administración de George W. Bush, las cuales significaron un grave retroceso en materia de libertades civiles y de derechos humanos.

Los ataques del 11 de septiembre de 2001, criminales e injustificables, fueron consecuencia del incorregible intervencionismo de Estados Unidos en Medio Oriente y Asia Central y de los múltiples agravios causados por la superpotencia en esas regiones del mundo. La respuesta elegida entonces por la Casa Blanca y sus aliados ha multiplicado exponencialmente tales agravios y ha alimentado la irracionalidad de los extremismos integristas en el mundo islámico, como demostraron los atentados posteriores contra los sistemas de transporte de Madrid y de Londres. Tal respuesta se concretó en la destrucción y la ocupación de Afganistán y de Irak, en la muerte de cientos de miles de inocentes, en una destrucción material incuantificable y en una sistemática violación a los derechos humanos por los gobiernos estadunidense y europeos en varios continentes. En las sociedades occidentales se generalizó la zozobra y hasta naciones ajenas al conflicto, como la nuestra, fueron arrastradas –con la complicidad de las autoridades locales– a una lógica antiterrorista por demás improcedente y peligrosa.

En suma, tras ser atacado en su propio territorio, Washington llevó al mundo a una confrontación trágica que no le ha hecho bien a nadie más que a los intereses de las grandes corporaciones y a los contratistas del mercado bélico. Por el contrario, el mundo es hoy mucho más inseguro de lo que fue hasta el 10 de septiembre de 2010 y la agenda social que había logrado construirse a lo largo de las administraciones encabezadas por Bill Clinton fue reducida a la insignificancia por las prioridades de un estado de guerra convertido en punto casi único del programa de gobierno de su sucesor.

Una de las consecuencias poco comentadas de ese viraje belicista es la persistente crisis económica que se abate sobre el mundo en los días actuales. Cabe recordar, al respecto, que Bush hijo recibió un gobierno con un superávit histórico y, ocho años más tarde, entregó una administración que arrastraba un déficit también sin precedentes. Si la guerra solía considerarse la locomotora de la economía, las secuelas económicas del 11-S sugieren, en cambio, la imagen de una locomotora que atropelló a la economía –la estadunidense y la mundial– y ha sido benéfica sólo para un pequeño puñado de contratistas y financieros del complejo militar-industrial. Mientras tanto, las economías de Estados Unidos, Gran Bretaña, España y otras naciones desarrolladas, se debaten de turbulencia en turbulencia y de pánico en pánico.

Hasta ahora, el gobierno que encabeza Barack Obama ha sido incapaz de corregir el rumbo geoestratégico y económico dejado por su antecesor. Da la impresión de que el actual presidente de Estados Unidos actúa como rehén de los intereses corporativos y que su ambicioso programa de transformación social y de cambio de énfasis y de prioridades es sólo un recuerdo indeseable en la Casa Blanca. La rectificación de la dirección de catástrofe en la que avanza Occidente sigue siendo necesaria, y mientras no se realice, seguirán incubándose guerras y crisis. Por desgracia, no hay a la vista una fórmula política capaz de llevarla a cabo, y el mundo sigue inmerso en la dinámica en la que entró hace 10 años.

sábado, 10 de septiembre de 2011

Relevos, maniobras y debilidad.

Con las modificaciones que se anunciaron ayer en el gabinete presidencial –la salida de Ernesto Cordero de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP) y su sustitución por José Antonio Meade, hasta ayer titular de Energía; la dimisión de José Ángel Córdova a la Secretaría de Salud y el arribo a esa dependencia de Salomón Chertorivski; el nombramiento de Alejandro Poiré como nuevo director del Centro de Inteligencia y Seguridad Nacional (Cisen) y el traspaso de la vocería de la Estrategia Nacional de Seguridad a la oficina de prensa de la Presidencia de la República, que encabeza Alejandra Sota– la administración calderonista ratifica su escasez de cuadros de relevo y, acaso más grave, se muestra dispuesta a supeditar las tareas de la administración pública federal a la lógica y los tiempos electorales.

La permanencia de Ernesto Cordero al frente de la SHCP fue cuestionada luego de que el ex funcionario anunció sus intenciones de contender por la candidatura panista a la Presidencia en mayo pasado; desde entonces, distintos sectores de la oposición política y de su propio partido le pidieron que renunciara al cargo por considerar, entre otras cosas, que su doble condición de virtual precandidato y de funcionario gubernamental podría entorpecer el proceso de discusión sobre el paquete económico para el año entrante. Ante tales críticas, la dimisión del ex secretario, un día después de entregar al Congreso el proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación 2012, puede interpretarse como parte de un afán por no someterlo al desgaste político que le habría supuesto la negociación del plan económico, y por apuntalar, de esa manera, su eventual candidatura presidencial.

Por otra parte, resulta significativo que para remplazar a José Ángel Córdova –quien fue referido por Calderón como uno de los mejores secretarios de Salud del mundo–, el Ejecutivo haya elegido a un personaje carente de formación médica, como Salomón Chertorivski, en lo que implica un giro relevante en el perfil de los titulares de esa dependencia en al menos la década reciente. A ello se suma el arribo al Cisen de Alejandro Poiré, quien pasa de ejercer funciones de comunicación social a encabezar el principal órgano de inteligencia del Estado mexicano: uno y otro movimientos representan una concepción por lo menos cuestionable de la política de salud y de las tareas de inteligencia y, en el caso particular del primero, una continuidad en el encumbramiento de la visión tecnócrata en rubros estratégicos para cualquier Estado, como es la salud de la población.

Son atendibles, por lo demás, las advertencias hechas ayer por legisladores, quienes pidieron que el arribo de Poiré al Cisen no se traduzca en el uso de ese organismo para hostigar a adversarios políticos, sobre todo cuando ha desatendido sus tareas fundamentales (alertar y proponer medidas de prevención, disuasión, contención y neutralización de riesgos y amenazas a la seguridad nacional) para erigirse en instancia de espionaje de los gobiernos en turno.

En lo que toca al nombramiento de Alejandra Sota como vocera de la Estrategia Nacional de Seguridad, parece aventurado –por decir lo menos– entregar dicha responsabilidad a una funcionaria que, en el tiempo que ha encabezado la oficina de prensa de la Presidencia, se ha caracterizado por conducir la comunicación entre ésta y algunos medios informativos a una virtual desaparición.

En suma, la nueva cascada de relevos y dimisiones en el gabinete calderonista confirma el extravío que priva en el seno de la actual administración, la cual ha sufrido más de una veintena de cambios en sus filas en cinco años y ha padecido, en consecuencia, deterioro en la interacción con otros actores políticos y sociales relevantes, así como falta de rumbo en distintos ámbitos de su quehacer. En esta circunstancia, cabe cuestionar la afirmación formulada por Felipe Calderón de que su gobierno cerrará a tambor batiente, pues todo parece indicar –y en política, forma es fondo– que la presente administración se enfila a su último tramo en una circunstancia de desgaste y disminución institucional, y que su atención está centrada no en la conclusión decorosa de sus funciones, sino en el proceso sucesorio del año entrante.