viernes, 27 de marzo de 2009

Columnas de hoy...

Las costumbres del poder
Carmen Aristegui F.
27 Mar. 09


El grado de frustración, desencanto y disgusto que se produjo en México a raíz del pronunciamiento de la Suprema Corte sobre el paradigmático caso de la periodista y escritora Lydia Cacho, en noviembre de 2007, fue tan grande que terminó por impulsar a los cuatro ministros disidentes a publicar, en un hecho casi insólito, el libro cuyo sugerente título se reproduce en esta colaboración. Genaro David Góngora Pimentel, José Ramón Cossío, José de Jesús Gudiño y Juan Silva Meza decidieron entregar a la editorial Porrúa textos de revisión y crítica al proceso de investigación y votación que realizó la Corte sobre este caso, en el uso de la facultad que le otorga el artículo 97 de la Constitución para conocer la verdad de hechos que resulten violatorios de garantías individuales y/o derechos fundamentales de ciudadanos y cuyos probables responsables sean las mismas autoridades que deberían investigar.

Las costumbres del poder es un libro cuya mayor parte la ocupan apéndices y votos particulares de los cuatro autores. Contiene sus convicciones acerca de lo ocurrido en este caso que cimbró a la opinión pública y que puso a prueba el alcance y significado de esta facultad constitucional que, dicho sea de paso, se encuentra en riesgo de desaparecer según se reconoce en algún lado de estas páginas. Es más que claro que muchos políticos, y uno que otro ministro, quisieran que se esfumara el famoso artículo 97. No quieren que el máximo tribunal exhiba a políticos, gobernantes y autoridades que han abusado de sus cargos, cometido tropelías y usado a las instancias de justicia con propósitos deleznables como lo hizo Mario Marín en el caso Lydia Cacho.

El también llamado "Caso Puebla" es un retrato de cuerpo entero precisamente de esas costumbres del poder. Las del gobernador que fue capaz de usar -en la peor acepción del término- a la Procuraduría, al Tribunal Superior de Justicia, a los agentes de la ley y todo lo que fuera necesario para darle "un coscorrón a esa pinche vieja", y satisfacer con ello al poderoso empresario Kamel Nacif, protector, a su vez, del pederasta Jean Succar Kuri. Muchos creíamos en la contundencia de la información sobre los abusos en contra de la periodista; la cruda exposición sobre estas costumbres del poder encarnadas en varios personajes que siguen ahí, como si nada; la gravedad de los hechos que se pretendieron encubrir; lo perturbador del origen del caso que remitía al libro de Lydia sobre las redes de abuso infantil; la pornografía con menores y las redes que las protegen serían suficientes elementos para lograr un pronunciamiento firme, contundente e inequívoco de quienes están ahí para hacer valer el sentido de la justicia. Lo que se quería, lo que se pedía y lo que se exigía era que en el ejercicio de esa facultad, hoy en peligro de extinción, la Suprema Corte se alzara como una voz que a partir de este emblemático caso pudiera reconciliar, en alguna medida, a todo un país, con las nociones fundamentales de la justicia.

Por razones que no están al alcance de mi entendimiento, la mayoría de los ministros decidió, finalmente, que no quedaba demostrada la existencia de violaciones graves de garantías individuales de la periodista. Y a otra cosa. De las niñas y los niños abusados, de las redes que comercian con sus cuerpos, de los pederastas y sus organizaciones, de los políticos que los protegen. De eso ya ni hablar. En algún punto de las votaciones anteriores se determinó que tal cuestión "... no formaba parte del mandato emitido por el Tribunal del Pleno a la comisión investigadora". Y, también, a otra cosa. Aquello era, para una gran cantidad de personas que seguían el caso dentro y fuera del país, decepcionante, indignante e incomprensible.

¿Qué pudo haber llevado a los cuatro ministros disidentes de esa mayoría a publicar un libro como Las costumbres del poder sino un sentimiento compartido de frustración y, por supuesto, un ánimo de crítica frente a lo ocurrido? El ministro Gudiño se pronuncia sobre lo verdaderamente grave y trascendente del "Caso Puebla". Y se contesta: "... esta mala experiencia pone el dedo en la llaga... y debe dejar huella en la conciencia colectiva de la superlativa importancia que tiene la selección de quienes habrán de ser nuestros procuradores y nuestros jueces y el necesario control social, además del orgánico, que en este rubro es necesario ejercer de manera permanente".

Sobre el caso Atenco se reconoció una violación masiva de derechos humanos pero no hubo responsabilidades mayores. ¿Habrá libro sobre el caso? Viene ahora el caso Oaxaca. La comisión de Roberto Lara y Manuel Baraibar entregó el resultado de sus investigaciones con un escueto comentario: "No se adjudican responsabilidades, sino únicamente se identifican a las personas que participaron en los hechos calificados como graves violaciones a las garantías individuales". Se entiende que le tocaría a los ministros hacer los señalamientos. Aunque, después de Mario Marín y de Peña Nieto en el caso Atenco, ¿estará preocupado de algo Ulises Ruiz?


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Porfirio Muñoz Ledo
Memoria y democracia
27 de marzo de 2009



Ayer se presentó en el Archivo General de la Nación el conjunto de testimonios escritos y gráficos que dan cuenta de mi paso por la actividad pública. El fondo lleva mi nombre y queda enmarcado dentro del Programa de archivos contemporáneos de México, cuyo propósito es “incorporar acervos que permitan a los investigadores tener acceso a documentos de la vida política y social del país”.

El proyecto comenzó con la incorporación de la memoria fotográfica de la revista Tiempo y los 3 millones de fichas que Jaime González Graf elaboró para el Instituto de Estudios Políticos. La ceremonia fue un llamado abierto para que otras personalidades e instituciones contribuyan a poblar con testimonios plurales la futura sede del archivo.

Se acogió además la decisión de trasladar los documentos de Adolfo Aguilar Zinzer, hasta ahora depositados en El Colegio de México. Su clasificación y estudio permitirá, entre otros fines, la edición de una obra incluyente sobre nuestra presencia en el Consejo de Seguridad de la ONU.

A ese propósito están hace tiempo preparados los textos relativos al periodo en que me correspondió (1980-1981), y la Cancillería se ha allegado los del pasaje de Luis Padilla Nervo (1946). Si no se vencen a tiempo las resistencias oficiales, originadas en el temor comparativo con el presente, habrá de ser empresa enteramente académica. Ese programa podría ser el eje de discusiones articuladas sobre el México actual. Un seminario permanente en torno al entramado cultural, político, económico y social que da cuenta del presente. Una ocasión para reunir las voces de los actores relevantes, generar aportaciones a nuestra historia oral y nutrir tanto la discusión política como la toma de grandes decisiones nacionales.

Estos empeños son coincidentes con los cánones de la transparencia, tanto en su sentido ético como en sus implicaciones prácticas. Se inscribe en la necesidad de fomentar una cultura ciudadana y de exigir responsabilidad cabal de sus actos a los detentadores de poderes públicos. Estoy convencido de que sin conciencia compartida no hay nación y sin memoria no hay democracia.

En palabras de Maurice Duverger: “Un obstáculo infranqueable para los investigadores son las cajas fuertes de los políticos”. Los de México no fueron proclives a ofrecernos revelaciones escritas ni biografías verosímiles. Hay excepciones notables de luchadores de oposición y altos funcionarios. Abundan libelos justificativos y pendencieros de actuales militantes; pocos son esclarecedores y de los secretos de Estado no existe rastro.

Los testimonios documentales de las tareas públicas no han corrido mejor suerte. La mayor parte, dispersos o desaparecidos; otros en domicilios privados o fundaciones, expuestos al olvido, la rapiña y la incuria. Los de mandatarios mayores, inhumados en extravagantes mausoleos, repletos de obsequios, diplomas, retratos y libros encuadernados, donde los documentos no aparecen.

El camino elegido por el archivo es promisorio: contribuir a la nacionalización del saber o, al menos, a la preservación y socialización de objetos de conocimiento irremplazables. Aligerar a los descendientes de una carga de manutención delicada y restringida consulta y fortalecer la dimensión educativa de las instituciones encargadas de custodiar nuestro patrimonio.

Estimo un singular honor ser el primer mexicano vivo cuyos testimonios han sido acogidos por el archivo. Jamás tuve afición por el coleccionismo, pero una formación rigurosa me indujo al trato cuidadoso con los objetos y respetuoso con aquellos producto del quehacer y del espíritu humano. A partir de mis primeras encomiendas como funcionario el gusto por preservar documentos se volvió responsabilidad en el ejercicio del cargo.

El acervo se multiplicó a la medida de puestos y encomiendas progresivamente relevantes o complejas. En las tareas diplomáticas es más preciso, por su propia naturaleza; en las funciones partidarias más difícil, ya que fue menester remontar la cultura del sigilo. La documentación parlamentaria resulta abrumadora, por el caudal de intervenciones a que me obligó una feroz oposición.

Los interesados hallarán fragmentos numerosos de arquitecturas inconclusas y algunos de faenas consumadas. Planes e iniciativas al lado de pesquisas intelectuales, debates políticos e informes de ejercicios cumplidos. No encontrarán “bazar de asombros” ni piedra de escándalos, pero tal vez sí una alacena de sueños. Ahí yacen trozos de vida disecados que cuentan una terca esperanza; piezas sueltas de un edificio por levantar y vislumbres entretejidos de nuestro proyecto esencial: la instauración de una nueva República.

Ex embajador de México ante la Unión Europea.

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