viernes, 25 de abril de 2008

Editorial

Los gobernantes y sus maneras.

Los denuestos soeces vertidos en público la noche del miércoles por el gobernador panista de Jalisco, Emilio González Márquez, en contra de quienes critican que disponga de centenares de millones de pesos del dinero público para financiar a la Iglesia de su preferencia, tienen un calado mayor que el de la mera patanería, que es, desde luego, indeseable y repudiable por sí misma en quien ejerce una jefatura de gobierno por representación popular. En la medida en que González Márquez considera que sus detractores no merecen atención mayor que un destemplado “chinguen a su madre” deja ver el desprecio que le suscita la pluralidad política y social del país, así como su noción de que, si “la gente votó por él”, él tiene, en consecuencia, el derecho de hacer lo que le venga en gana con la propiedad pública. En su visión de la política, González Márquez sabe “lo que se tiene que hacer en Jalisco”: “un desmadre” entre él y el cardenal Juan Sandoval Íñiguez. Parte de ese “desmadre” consiste en desviar fondos públicos para organismos católicos, y parte, para atentar contra el principio de laicidad del Estado.

La disculpa emitida horas después por el gobernador, y que fue muy probablemente resultado de un regaño superior, atañe únicamente al lenguaje, es decir, a la forma, pero no hace referencia alguna a la triple indecencia de fondo: injuriar, desde una posición de poder, a una parte de la sociedad estatal y nacional; convertir el erario en dador de limosnas multimillonarias, y violentar un orden constitucional que tiene, entre sus principios fundacionales, la separación entre las iglesias y el Estado. Así, la excusa ofrecida por González Márquez, lejos de disipar la ofensa, la acentúa, porque sus yerros principales no son la procacidad y la lengua suelta, sino su abismal incomprensión de la política, su falta de honestidad republicana, asumida en público y sin tapujos, y su afán asumido de instaurar un régimen confesional en el estado que desgobierna o en el que, para decirlo en sus propios términos, “se trae un desmadre”. La única manera en que la retractación del gobernante podría cobrar verosimilitud sería que, en forma paralela, se restituyera al erario los dineros públicos sustraídos para un fin particular –como lo son la veneración de líderes cristeros y las acciones de caridad del clero de Jalisco– y que se reconociera la inmoralidad intrínseca de tales asignaciones.

El desfiguro del gobernador jalisciense tiene, por lo demás, diversas resonancias en el ámbito nacional: en primer lugar, constituye una rara confesión de la discrecionalidad, el patrimonialismo y la falta de decoro que se sospecha en los otros mandatarios estatales pertenecientes al grupo que ostenta el poder federal; y es que González Márquez ha tenido el mérito lamentable de trasladar al terreno del cinismo lo que sus colegas prefieren operar en el ámbito de la hipocresía. Por otra parte, los denuestos del gobernante panista llevan hasta el extremo de la insolencia un estilo bravucón de gobernar a punta de descalificaciones y ninguneos que no fue, ciertamente, puesto en boga por el jalisciense: se empleó a fondo en él Vicente Fox Quesada y lo retomó su sucesor en el cargo, Felipe Calderón Hinojosa, quien unas horas antes del exabrupto de González Márquez había acusado a los legisladores del Frente Amplio Progresista (FAP) de “hacer el ridículo” con la toma de las tribunas del Senado de la República y de la Cámara de Diputados. En el contexto de las maneras panistas, el gobernador de Jalisco desentona en acentos y grados de virulencia, pero no en la consideración de base de que la oposición es, por el simple hecho de serla, merecedora de descalificaciones radicales y de expresiones ofensivas.

Las expresiones de González Márquez coincidieron con un hecho vergonzoso que no tiene precedente en la historia de la diplomacia mexicana: Rafael Quintero Curiel, subdirector de Coordinación y Avanzada de la Presidencia, con un salario mensual bruto de casi 40 mil pesos y que trabajó en la organización del viaje de Calderón a Estados Unidos, fue acusado por el robo de teléfonos celulares pertenecientes a empleados públicos del país anfitrión; el hurto fue perpetrado durante la reunión trilateral que tuvo lugar en Nueva Orleáns entre el presidente de Estados Unidos y sus colegas canadiense y mexicano, y el empleado de Los Pinos fue descubierto por grabaciones de cámaras de vigilancia.

El despido fulminante del presunto ladrón, divulgado ayer por la embajada de México en Washington, no elimina la pregunta obligada sobre la forma en que el Ejecutivo federal recluta “mandos medios y superiores”, que es la categoría en la que, hasta anoche, aparecía Quintero Curiel en la página web de la Presidencia.

Finalmente, entre las asignaciones multimillonarias con las que González Márquez financia al clero de su entidad y el robo de teléfonos en Estados Unidos existe, además de la divergencia de magnitud, una diferencia legal, porque las primeras pueden no ser propiamente delictivas, en tanto que las segundas son una infracción inequívoca; pero desde el punto de vista de la ética, las similitudes de ambas acciones son inocultables y, junto con los monumentales latrocinios del sexenio pasado, no por encubiertos menos escandalosos, dan una pauta para ubicar en su justo sitio el talante moral del panismo en el poder.

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