El martes pasado el Ejecutivo federal, por conducto del secretario de Hacienda, Agustín Carstens, presentó a la Cámara de Diputados una propuesta de incrementos impositivos generalizados y de alzas mensuales a los precios de gas LP y gasolina. En el paquete destacan un nuevo gravamen de 2 por ciento a todos los bienes y servicios que habría de sumarse al IVA –y que se aplicaría a los alimentos y medicinas, hasta ahora exentos de ese impuesto– que, según el responsable principal de la política económica vigente, sería una
contribución para el combate a la pobreza, así como un tributo de 4 por ciento al consumo de servicios de telecomunicaciones –telefonía fija y celular, televisión de paga y conexión a Internet–; un incremento de 2 por ciento al impuesto sobre la renta (ISR) y gravámenes adicionales a la cerveza, los licores y el tabaco.
El gobierno puede solicitar sin rubor la cooperación nacional en esta hora difícil, dijo Carstens, ciertamente sin ruborizarse al enunciar la idea de obtener de los bolsillos de los contribuyentes 175 mil 700 millones de pesos para reducir el déficit de casi 300 mil millones que se estima en las finanzas del gobierno federal para el año entrante. En contraste con el castigo que se pretende imponer a los asalariados, a los profesionistas independientes y a las pequeñas empresas, el secretario de Hacienda no dijo una palabra sobre las persistentes y crecientes demandas de suprimir o acotar los regímenes de privilegio de que disfrutan las grandes empresas y los grandes capitales en sus transacciones en la bolsa de valores.
En términos estrictamente económicos es difícil imaginar una combinación de propuestas más improcedente que la presentada por Carstens: el incremento desmedido y generalizado de impuestos tendría, en caso de que fuera aprobado por el Legislativo, graves consecuencias recesivas: un repunte inflacionario –así lo admitió ayer el propio secretario de Hacienda–, una contracción del mercado interno adicional a la que ya existe y un efecto depresor sobre la inversión productiva. En suma, el paquete impositivo ideado por el gobierno federal, de aplicarse, prolongaría y ahondaría la actual crisis económica por la que atraviesa el país, de por sí grave, y borraría cualquier posibilidad de atenuar, así fuese en una escala menor, la pobreza y la miseria que crecen día a día en el país.
Desde el punto de vista social, las medidas concebidas por el gobierno calderonista no son sino la radicalización del esquema fiscal vigente desde hace varios sexenios, caracterizado por minimizar –si no es que eliminar– las cargas impositivas de los más ricos y dirigir todo el esfuerzo recaudatorio sobre los asalariados, los pequeños empresarios y los consumidores en general. Se trata de un esquema de redistribución de la riqueza al revés, por medio del cual se extraen recursos de la mayoría de la población, los cuales pasan por las arcas públicas sólo para ser reprivatizados en procesos marcados por la opacidad, en beneficio de los actores económicos más poderosos y acaudalados. En esta forma de operar, el llamado combate a la pobreza es un mero acto de demagogia, pues se limita a distribuir entre los miserables pequeñas sumas en dinero o en especie, cuando para reducir en verdad la pobreza se requiere de crecimiento económico que genere empleos, de inversión planificada en infraestructura y, sobre todo, de una reorientación de las prioridades hacia la educación, la salud y la vivienda.
En una perspectiva política, las medidas propuestas por Carstens constituyen –no hay otro término– una provocación y un agravio: provocación, porque prácticamente todo el espectro político de la oposición –y hasta el partido gobernante– se ha manifestado en contra de gravámenes a los alimentos y medicinas, independientemente del nombre que se les ponga; agravio, porque el gobierno pretende resarcir su ineficiencia económica y mantener el boato de sus más altos cuadros –a pesar de las tenues y complacientes medidas de austeridad anunciadas el martes–, mediante el sacrificio de los sectores mayoritarios.
Con estas consideraciones en mente, ha de concluirse que las propuestas fiscales elaboradas por la Secretaría de Hacienda sí constituyen motivo para el rubor. Toca al Legislativo impedir la agresión, la improcedencia, la provocación y el agravio contenidos en el paquete recibido ayer de manos del secretario de Hacienda y, ante la incapacidad del Ejecutivo en la materia, reorientar la política económica hacia objetivos inaplazables: la reactivación económica, el robustecimiento del mercado interno, la generación de empleos y la inversión en educación y salud para el conjunto de los mexicanos.
Ayer, una falsa amenaza de bomba formulada por un individuo estrambótico y delirante en un vuelo de Aeroméxico que cubría la ruta de Cancún a esta capital fue convertido, por las autoridades federales y por la mayoría de los medios, en algo parecido a una crisis de seguridad nacional. Se habló, con suma irresponsabilidad, de secuestro aéreo, pese a que el agresor no logró hacerse con el control del avión, los pilotos del aparato no dieron satisfacción ni a la menor de sus exigencias, en ningún momento estuvo en riesgo verosímil la integridad física de nadie y la aeronave cubrió la ruta prevista y en el tiempo planificado.
Sin afán de minimizar el hecho delictivo protagonizado por el predicador de origen boliviano, es claro que el episodio debió ameritar un manejo más discreto y eficiente que la espectacular movilización montada por la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) federal y que de ninguna manera pudo justificar los atropellos cometidos por agentes policiales contra la totalidad de los pasajeros masculinos, los cuales fueron esposados, arrestados e interrogados como sospechosos.
A decir de los pasajeros, nadie a bordo del vuelo 576 se enteró del secuestro
hasta que el aparato se encontraba ya en tierra, en su destino final, el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, donde aterrizó a tiempo: ese vuelo tiene previsto aterrizar a las 14 horas y a las 14:37 los viajantes y la tripulación ya abandonaban la nave, lo que constituye una demora irrelevante, explicable acaso por los desplazamientos de la aeronave hacia una zona de emergencia, lo cual sugiere que el presunto secuestrador no hizo ningún esfuerzo por retenerlos en rehenes en el aparato y que no hubo ningún contacto de negociación con las autoridades: en suma, todo indica que ni los pilotos ni los jefes policiales en tierra se tomaron en serio la amenaza –posiblemente porque desde un primer momento decidieron confiar en los controles e inspecciones aplicados a los pasajeros en el aeropuerto de Cancún antes del abordaje– y que el episodio fue deliberadamente exagerado y dramatizado, ya fuera para distraer la atención pública de las recientes pifias gubernamentales, para lucimiento personal e institucional del secretario de Seguridad Pública federal, Genaro García Luna, o con otro propósito. Sea como fuere, resultan deplorables el desfiguro y el afán de causar alarma y desasosiego en la sociedad.
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