Alberto Híjar
En 1810 se trataba de vivir bien, de impedir la esclavitud, de igualar los derechos negados a los pobres, de cancelar los trabajos inhumanos como en las minas que encumbraron a marqueses y condes como los de Raya, Regla, Guadalupe y otros imitadores de la Corte española. Por esto el éxito insurreccional del cura Hidalgo, cómo no iban a ir con él los explotados armados de hoces, machetes y palos, indisciplinados pero decididos. Total, lo único que arriesgaban eran sus cadenas. De ser limpios y dignos, los indios habían sido transformados en harapientos y sucios pelados para distinguirlos de la gente decente de las ciudades. El orden de las castas procreó disciplinas que mediante controles mínimos ordenaban los usos de espacios y de tiempos, los trabajos, los ocios, todo. Ximeno y Planes pintó en el techo del mal llamado Palacio de
Minería el orden descendente de las castas. Aún hoy, los indios ceden el paso por las banquetas a los coletos. Un biopoder creció desde entonces para ordenar las vidas, clasificarlas, orientarlas. En el último lugar de la escala social, los indios permanecieron irredentos en la disputa de liberales y conservadores. La Nación dejó fuera a los pueblos y comunidades, Ignacio Ramírez, indio a ojos vistas, fue misericordioso: dejadlos con sus usos y costumbres pero administrémosles las tierras y sus frutos. Hasta puede alegarse que el comunitarismo obstaculiza el mercado y con él la unidad nacional. Había que integrar tierra y territorio. El terruño, como agrega Andrés Aubry, quedaba para los campesinos pequeños propietarios, sentimentales irredentos.
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