Va uno y prende la tele y ésta anda ya imparable, todavía en blanco y negro, cacareando circos como el fut y las Olimpiadas, y de paso suelta como con cuentagotas que el ejército mexicano asesinó a un montón de muchachos mexicanos, y luego que a otro montón lo agarró la policía y se puso a torturarlos y, poco después, en vivo y a todo color, y ya sabedora la tele del magnífico negocio de audiencias que supone la tragedia, se explaya llevándonos de la retina a los más polvosos rincones de un terremoto brutal, y todavía nos estamos reponiendo de la impresión, pero por más que pensemos que la capacidad de asombro ya nos hizo callo, antes vino la tele a regalarnos, de entre muchos presidentes corruptos, voluntariosos, asesinos y rateros, un presidente corrupto, voluntarioso, asesino, ratero y llorón, que se dijo el perro que defendería rabiosamente la moneda que él mismo debilitó con sus estupideces y corruptelas, y entonces, antes de que pudiéramos parpadear, nos enteramos de que la corrupción somos todos, y cuando creíamos haberlo visto todo, pero todo lo que la tele quisiera que viéramos, es decir, los dueños de la tele que siempre han sido amiguísimos de la pandilla de mafiosos que siempre ha do gobierno, llega por la tele el cisma político, el principio del fin que, por lo pronto, según vemos en la tele, entroniza de todos modos a un enano mafioso, y en la tele vemos cómo se empieza a fracturar el monolito que termina falsamente de quebrarse con el siguiente presidentucho, pero cuando creemos que los sobresaltos nos los darán solamente telenovelas rascuaches y películas de reciclaje, viene otra vez ¿quién?, pues quién va a ser sino la tele,
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