*Impericia y pugnas internas
*Temor y abatimiento colectivos
Felipe Calderón está llevando al país a una situación de extrema gravedad. Las naturales reacciones de venganza de los cárteles afectados por una guerra selectiva toman al gobierno federal en una situación de impericia casi criminal (revelar el nombre del marino muerto, a cuenta de homenajes concebidos como material propagandístico) y enmedio de pugnas intestinas y desconfianzas extendidas en la elite del poder (el Ejército, agraviado por la preferencia felipesca por la Armada en el caso Cuernavaca, lo que significó una acusación implícita de deshonestidad sobre soldados y oficiales de la Sedena).
La descomposición institucional fue agravada por la instrucción de tapizar de billetes y símbolos religiosos el cuerpo de un narcotraficante ejecutado más por desaveniencias con su jefe original que por una auténtica e imparcial persecución gubernamental. Al colocarse al mismo nivel de crueldad e ilegalidad que los delincuentes extraoficiales, la administración de CalNerón ha abierto la puerta a las venganzas extremas, sin que los presuntos defensores y ejecutores de las leyes puedan invocar legitimidades en su actuar ni grandeza o patriotismo en sus propósitos. El ánimo social de alarma y los específicamente revanchistas de los delincuentes afectados son incluso exacerbados por las declaraciones grandilocuentes, retadoras, amenazantes de altísimos funcionarios que creen plausible hacer declaraciones de valentía y fuerza desde sus espacios milimétricamente protegidos. Calderón debería cambiar el tono, el contenido y la gestualidad de sus comparecencias públicas sobre el tema, al igual que el secretario Gómez Mont debería dejar a un lado el tono de litigante blindado al hacer sus pastosas alocuciones de defensa de un estado de derecho que ya no existe y de legalidades e institucionalida- des caídas en combate. Luego del ataque al departamento 201 de un edificio de la capital del estado comercialmente administrado por Marco Adane (recuerden: cambien dos consonantes a su entender), la guerra contra el narcotráfico ha subido peligrosamente de grado: cártel contra cártel, capos contra capos. Sálvese quien pueda.
Justamente en las actuales condiciones resulta urgente poner freno a una guerra que Calderón decidió por sus puras pistolas en sus peores condiciones de precariedad política (a unos días de su accidentada y repudiada toma de posesión). El dinero público gastado en esta densa campaña nacional de asentamiento militar debería haber sido destinado a necesidades verdaderamente sentidas por la población. Por ejemplo, a la ayuda fortalecida a los mexicanos económicamente miserables que en esta misma administración se han multiplicado a la par que el uso para fines militares, marinos y policiacos del erario en la batalla sabidamente perdida contra el comercio globalizado de las drogas y alegremente tolerado y promovido por las contrapartes del mayor mercado, el estadunidense, donde no hay bajas ni temblor social sino plácido consumo extendido.
Pero otra de las consecuencias de esta etapa superior del miedo colectivo es el abatimiento del ánimo de participación política, de la protesta superior, pues muchos ciudadanos asustados lo que prefieren es la defensa de sus intereses particulares, el volverse invisibles, el callar para no provocar represiones desatadas. A la mitad de su improbable sexenio, sin fuerza en las cámaras, peleado incluso con grandes e influyentes empresarios, rodeado de una camarilla gris, ineficaz y servil, y con riesgos ampliamente anunciados de estallidos sociales incluso por razones de calendario histórico, Calderón parecería encaminarse a una forma de aniquilamiento de lo político, de lo electoral. De hecho, pareciera que el diseño de esta inexplicable guerra perdida contra el narco fuera en realidad sólo la preparación de escenarios de volatilidad social que obliguen a la toma de decisiones que en otro momento no serían permitidas, como la declaración de zonas de excepción que conforme avanzaran los combates con los narcos sublevados podrían ampliarse hasta abarcar al país entero y llegar, de ser necesario, a la supresión de los procesos de elección de autoridades y representantes populares. Una relección forzada por las circunstancias.
Lo de ayer es terriblemente sintomático, pues fueron varios los ataques directos a símbolos de la institucionalidad: los familiares de un miembro de las fuerzas especiales de la Marina, las ráfagas en el restaurante donde comían el fiscal general de Coahuila y un secretario del gabinete estatal con un alcalde texano, el asesinato del secretario de Turismo de Sinaloa. Y, por otra parte, las versiones, no confirmadas a la hora de cerrar esta columna, de una matanza en Sinaloa, según eso entre 20 y 40 personas.
Aparte de los discursos de la superioridad, el mundillo de la política institucional simula que todo sigue bajo control: el Cordero sacrificable es obligado a sostener la plantilla de subsecretarios que tenía el ahora expansivo Carstens; el secretario del Trabajo se queja de que a la puerta de su casa haya tenido molestias menores y fugaces de parte de algunos de las decenas de miles de trabajadores que hoy no tienen empleo ni manera de garantizar el futuro de sus hogares; las diputadas Juanitas piden licencia y dan paso a sus machos utilitarios, entre ellos algún miembro del bufete de defensa que Televisa ha habilitado en San Lázaro, y crece la protesta por el tema de las bodas entre personas del mismo sexo, y la posibilidad de adoptar hijos, de una ultraderecha encabezada por los jefes católicos que demostradamente han tenido graves casos de inmoralidad impune.
Y, mientras la gente se rehúsa a ponerse las vacunas, con todo y que Obama se haya prestado para la foto, ¡hasta mañana, con la novedad de que el PRD de Tamaulipas analiza la posibilidad de postular como candidato a gobernador a Lino Korrodi, el promotor original de Fox que luego se volvió crítico consecuente de éste y su dominante esposa!
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