El Último Reducto
“En el amate asentaron
Lo que ellos recordaron
De aquellas memorias añejas
Surgieron las sombras viejas
Para que el futuro no los olvide
Pues el sabio recuerda y decide”
Cantaba el bardo ciego (Homero) que los guerreros de Troya humillaron en muchas ocasiones a Ilion (Grecia). Lo mismo hicieron en muchos lances las armas tenochcas a las de Castilla y las de sus aliados tlaxcaltecas y huejotzingas. Como atestigua el Codex Florentino, el alma de la defensa de la Gran Tenochtitlan fue Tzilacatzin, llamado el Otomí por su fiereza.
Hicieron brecha los invasores en Nonohualco. Ya flaqueaba la defensa. Habian caido muchos guerreros. Se teñia de sangre la laguna. Alertado, se presentó ahí Tzilacatzin con dos guerreros mas: Tzoyectzin y Temoctzin. Y se abalanzaron sobre el enemigo. La hazaña de esos tres guerreros no la borraran los siglos.
Se vieron las macanas de los tres guerreros, cubiertas de sangre y de sesos, subir y caer sin compasión sobre las cabezas del enemigo. Y como Aquiles buscando a Héctor ante Troya, Tzilacatzin buscaba al Malinche (Cortes) retandolo. “¿Dónde estáis Malinche? ¡Dadme la cara!” gritaba el guerrero.
Vio Tzilacatzin a un capitán español montado a caballo. Se abrió paso el guerrero matando sin misericordia. El español lo vio, y adivino en él al ángel de la muerte. Gritando “¡Santiago!” el jinete espoleo y le echo encima su corcel. De un solo golpe Tzilacatzin tumbó al caballo. Luego le asesto tal macanazo en la cara al jinete que cabeza y yelmo rodaron.
Horrorizados, los españoles y sus indios aliados huyeron en desbandada. Pero, ¡oh dioses ingratos!, el jinete caído no era Cortes. Así quedaron solos en la brecha los tres guerreros, indómitos, de pie. Al amanecer del día siguiente, los rayos del sol cayeron sobre las cabezas equinas y de Castilla que adornaban los altares de los dioses.
Cayó Tenochtitlan y el emperador fue hecho prisionero. Pero las murallas de Tlatelolco, el último reducto, seguían en pie, con Tzilacatzin entre sus defensores. Les dijo el guerrero a los tlatelolcas: “¡Gran honor es tener por mortaja la ciudad de nuestros padres y abuelos!” Y así aguardaron serenos el último asalto del invasor.
A esto aluden Nuno y Bocanegra en una estrofa olvidada:
“Y sus ruinas existan diciendo:
De mil héroes la patria aquí fue.”
Un dos de octubre, la mejor sangre de México volvió a cubrir esas ruinas tlatelolcas. Los mayas de la antigüedad reconocían patrones recursivos en el tiempo. Patrones, aclaro, más no determinismo o inexorabilidad. Los valientes pueden cambiar el destino y corregirle la plana al dedo de Dios. Ese es el juicio unánime de los antiguos.
El último reducto de la nación mexicana es hoy PEMEX. A diferencia de los mexicas sitiados, no estamos solos. Somos millones. Y los defensores de la nacionalidad y honor patrio no están constreñidos a un pequeño islote. Brigadas hay en toda la patria. Y en cada renegado o renegada el cielo le ha dado a México un Tzilacatzin indómito.
El invasor ya ha hecho brechas: la mayoría de las operaciones de PEMEX son concesionadas a particulares, sobre todo extranjeros.
Los contratistas transnacionales cobran en dólares. Su avidez y codicia se equipara a la del extremeño (Cortes). Sus ganancias son obscenas y aun así no se sacian. Nadie los audita. El gobierno entreguista los solapa y alienta y les da toda clase de garantías. Hacen además mal las cosas. Permiten derrames por desidia. Causan accidentes por no invertir en equipo de seguridad. Son ignorantes y dañan los yacimientos mexicanos (como ocurrió en Cantarell).
Carstens entonces no miente al decir que no hay excedentes. ¿Como habrían de haber con tanto parásito dentro de PEMEX? ¡Y encima quieren el tesorito! Entre estos buitres y lo que se come el gordo con razón no queda nada.
Esta lucha será larga. Hay que rechazar la incursión que hace el invasor con su deforma energética. Después habrá que recuperar uno a uno los baluartes de PEMEX que han caído: la exploración, los ductos, Burgos, Chicontepec, las plataformas, etc., etc. Esto requerirá expulsar a estos extranjeros parásitos y juzgar y si es posible adornar los altares patrios con las cabezas de los apatridas que les han otorgado los contratos. Y ante todo, hay que aguardar serenos los embates del invasor. Cabeza fría y corazón caliente.
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