Editorial - La Jornada
Luego de dos días de reuniones entre Benedicto XVI y los obispos integrantes de la Conferencia Episcopal de Irlanda, el Vaticano informó ayer, en un comunicado, su disposición a cooperar” con el gobierno de aquel país para esclarecer los miles de casos de abuso sexual infantil cometidos por religiosos católicos, que –según reveló el año pasado un informe presentado por Dublín– fueron ocultados durante décadas por las autoridades eclesiásticas y seculares irlandesas. De acuerdo con el documento, Joseph Ratzinger calificó de “crimen atroz” estos casos de pederastia y emplazó a los obispos irlandeses a afrontar “los problemas del pasado con determinación y resolución, y a encarar la crisis presente con honradez y coraje”, a efecto de restañar “la credibilidad moral y espiritual de la Iglesia”.El supuesto compromiso asumido por el obispo de Roma ante estos hechos –postura que a primera vista pudiera parecer plausible y necesaria– resulta poco verosímil si se toma en cuenta la voluntad de ocultamiento mostrada por las propias autoridades católicas en situaciones similares, y se presenta, en cambio, como una medida de control de daños por parte del Vaticano ante un escándalo que ha sumido a esa institución en un descrédito planetario.
En efecto, a pesar de los documentados señalamientos sobre los abusos sexuales cometidos por sacerdotes católicos –los cuales, sin llegar a ser una norma, constituyen una tendencia y un patrón inocultables dentro de esa Iglesia—, las jerarquías eclesiásticas y el propio Vaticano, lejos de asumir una actitud de esclarecimiento y cooperación, se han empeñado en negar, minimizar o silenciar sistemáticamente tales acusaciones: así lo demuestran, entre otros elementos, las millonarias sumas que la Iglesia católica de Estados Unidos ha desembolsado en el pago de abogados y en arreglos económicos con víctimas de pederastia, a efecto de disuadirlas de que persistan en sus acusaciones en contra de clérigos.
Por añadidura, el compromiso del Vaticano a “cooperar” en el esclarecimiento de estos crímenes y los llamados de su actual dirigente máximo a mostrar “tolerancia cero” con los religiosos implicados, colisionan con la falta de sentido de justicia que las propias autoridades eclesiásticas han mostrado en otros casos de abuso sexual. Como botón de muestra, ha de recordarse que el propio Ratzinger tuvo en 2004, cuando aún encabezaba la Congregación para la Doctrina de la Fe, la oportunidad de reabrir el expediente del fundador de los Legionarios de Cristo, el hoy difunto Marcial Maciel, y esclarecer de una vez por todas las acusaciones graves, verosímiles y nunca desmentidas que pesaban contra éste por delitos de abuso sexual infantil. Sin embargo, la jerarquía vaticana desistió de la posibilidad de someter a Maciel a un proceso canónico y se limitó a retirarlo de la vida pública dos años después, en lo que fue percibido como un intento por desactivar el escándalo y evitar una confrontación con el enorme poder económico, político y mediático que los Legionarios poseen a escala internacional.
En el ámbito local, algo similar ocurrió con la excarcelación, el pasado sábado, del sacerdote veracruzano Rafael Muñiz López, detenido en abril de 2009 por pertenecer a una red de pederastas. Pese a haberse comprobado su participación en el almacenamiento y envío de pornografía infantil a distintos países, el religioso fue liberado luego de que un juez penal reclasificó sus delitos como “no graves”, ante el beneplácito de la arquidiócesis de Xalapa, la cual se erigió desde un principio en defensora del acusado.
Los antecedentes referidos, en suma, ponen en perspectiva una lamentable proclividad de la Iglesia católica a dotar de impunidad y encubrimiento a los curas pederastas. Para que lo dicho por Benedicto XVI tuviera credibilidad ante la opinión pública internacional, sería necesario que la jerarquía eclesial exhibiese un compromiso serio, sostenido y traducido en hechos para excluir, sancionar y presentar ante las instancias judiciales correspondientes a los sacerdotes que delinquen al amparo del ascendiente moral que tienen sobre los feligreses y causan, con ello, un daño irreparable a las víctimas y un severo agravio a las sociedades.
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