lunes, 22 de febrero de 2010

Abogados mafiosos.

Lydia Cacho
Plan B
22 de febrero de 2010


Imagine que enfrenta un problema judicial y descubre que Diego Fernández de Cevallos defiende a su contraparte. Su única opción será negociar inmediatamente y suplicar clemencia, aunque usted tenga la razón. Los medios han hecho famosos a individuos denominados popularmente abogángsters. Y cada día millones se ven en la necesidad de contratar litigantes que les defiendan. Su poder es inconmensurable y muchos abogados son parte de la maquinaria que perpetúa la corrupción.

Dada la crisis sistémica en que se encuentra el aparato de justicia penal del país, pocas veces nos preguntamos por qué, si las mayorías ruegan que se reconstruya el estado de derecho, no vemos a miles de abogados y abogadas de este país manifestándose efectivamente para reinventar el sistema de impartición de justicia. ¿Por qué son sólo un puñado? casi siempre miembros de la academia o columnistas. Me parece que la respuesta está en que grandes y pequeños despachos de abogados en el país amasan poder y fortunas gracias a la ineficacia del sistema y a sus debilidades. La sociedad entera depende de profesionistas que hablan un idioma distinto, que a lo lejos parece una refinada mezcla de latín y español ilustrado, y que quienes hemos vivido en enredos judiciales y aprendido a leer expedientes, sabemos que es más bien latín con un español reinterpretado y con una gran dosis de cantinfleo seudojurídico del que participan ministerios públicos, fiscales, secretarias y litigantes.

En ese intríngulis lingüístico, que de broma no tiene nada, la víctima se siente desamparada y aislada, dependiente de su defensa como lo está con su madre una criatura de seis años. Se le suma a la confusión lo que el presidente del Tribunal de Justicia del Distrito Federal llama la atomización de los códigos. Leyes ambiguas, contradicciones inexplicables que permiten cualquier interpretación de parte de los juzgadores, dentro de un sistema anticuado y lento que nutre la corrupción.



Los juzgados y los tribunales en México son terra incognita para cualquier persona común, y territorios de opaca conveniencia para negociaciones entre abogados. Los despachos poderosos son los grandes cabilderos del país, circulan entre la política y la ilegalidad para alcanzar sus metas. ¿Qué persona honesta puede defenderse ante la maquinaria de un Juan Collado? O de litigantes que para resolver juicios juegan golf, cenan en finos restaurantes o incluso viajan con ministros de la Suprema Corte, con jueces y magistrados, con senadores, diputados y gobernadores. Quién no pierde en este país ante Aguilar Zinser, Gómez Mont, Lozano Gracia, Juan Velázquez o Aguinaco. Qué ministerio público, por bien que haya trabajado, no se dobla ante los despachos de la Arquidiócesis Primada de México protegida por Los Pinos. Ellos no pertenecen sino son la maquinaria que pone las reglas en el sistema judicial. En cada estado hay símiles menores, notarios y despachos que tuercen la ley como un niño fabrica figuras de plastilina.

Dice Ana Laura Magaloni, abogada y maestra del CIDE, que una abogada o un abogado debe ser un servidor ético, que la vocación de servicio debe equipararse a la de un médico cuya labor es sanar, proteger y cuidar. Ciertamente hay cientos de (jóvenes) litigantes que trabajan desde los derechos humanos y la ética, sin embargo se necesitan más para derrumbar el muro que estas mafias han construido desde y para el poder.

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