Carmen Aristegui F.
12 Feb. 10
Orador único en la ceremonia del 97 aniversario de la Marcha de la Lealtad, el general Guillermo Galván Galván, secretario de la Defensa, pronunció una pieza discursiva inusitada, inquietante y absolutamente fuera de lugar. No puede dejarse pasar, como si nada, el sentido y alcance de lo que dijo el general durante la ceremonia realizada en el patio central del Castillo de Chapultepec. La insólita intromisión de la cabeza de las Fuerzas Armadas en asuntos propios de la vida política y social de nuestro país de forma tan clara y abierta no puede sino interpretarse como una señal.
Una mala señal. Del Ejército y de quien comanda a las Fuerzas Armadas del país, es decir, la Presidencia de la República. Difícil entenderlo de otra manera. Si el Ejército se mete en algo que, a todas luces, no es de su incumbencia, que está en curso, que es polémico, que tiene que ver con la forma en la que se compite por el poder político en México, con la forma en la que los civiles disponen las reglas para disputarse espacios y en territorios que nada tienen que ver ni con armas ni con generales, quiere decir que algo camina muy mal. Usar una ceremonia que está diseñada únicamente para refrendar de forma simbólica la lealtad de las fuerzas castrenses a la autoridad civil, como un espacio para promover una reforma política impulsada por Felipe Calderón es un total despropósito. La ceremonia donde el general pronunció su discurso evoca la marcha en la que, hace casi un siglo, Francisco I. Madero enfrentó, como él mismo recordó, "... con férrea actitud las aviesas intentonas de quienes se oponían a su convicción política".
El rumor, la intriga y la crítica destructiva, agregó, crearon un ambiente de descomposición social que culminó en amargos desenlaces. La cita histórica hecha por el general era totalmente apropiada, sin duda, para la ceremonia de la que se trataba, siempre y cuando no sirviera de marco para entrar en defensa de una iniciativa política como la que hoy se debate, dejando en el ambiente un aroma extraño que dejó abiertas varias interrogantes. ¿El discurso del general fue a pedido del Presidente o el general actuó por su cuenta para incorporarse, sin más, en la arena política? Si es lo primero, malo. Si fue lo segundo, peor. Usar la figura del general secretario para presionar -y regañar casi- al Congreso para obligarlo a aprobar la reforma que plantea Calderón daña a todos, empezando por el propio Ejército. Apenas hace algunos días el Senado de la República organizó un seminario al cual concurrieron legisladores, gobernadores, críticos y analistas para debatir las iniciativas para impulsar una reforma política en el país. Expresaron ahí puntos de vista diversos, consideraciones múltiples y dejaron en claro -como lo han hecho otros partidos distintos al del Presidente, como el PRI y el PRD- que discutirán el tema y que (vamos a ver) aprobarán una reforma que no será como la enviada por el Ejecutivo.
¿Calderón quiere que sea exactamente como él lo plantea y para ello usa al Ejército como instrumento de convencimiento, disuasión o intimidación frente a quienes plantean otra cosa? ¿Son ellos los "detractores de México" a los que aludía el general Galván? Aunque suene absurdo, cabe la pregunta: ¿alguien está pensando en recurrir a las Fuerzas Armadas para conducir, orientar o sancionar el debate público sobre una eventual reforma política en México? El general, ya entrado en gastos, dijo: "...desde nuestro ámbito miliciano", las prioridades del México contemporáneo "...pueden quedar enmarcadas en dos grandes objetivos: la cohesión social y el acuerdo político. Ambos en aras del interés nacional". Pues sí, son tareas muy loables.
¿Pero de cuándo acá al Ejército le corresponde impulsar el acuerdo político o la cohesión social? Muy desen- caminados andan los que piensan que se puede impulsar una transformación del régimen político o una nueva reforma electoral a partir de un mensaje de las mismísimas Fuerzas Armadas. ¿Dónde tienen la cabeza? Mucho se ha expuesto y desgastado a las Fuerzas Armadas en los últimos años involucrándolas, por un tiempo ya demasiado prolongado, en tareas que no son propias de su naturaleza y que deberían desarrollar las fuerzas policiacas y los sistemas de inteligencia civil como el combate al narcotráfico y al crimen organizado -con resultados por demás lamentables- como para que ahora también se pretenda convertirlas en garantes de la voz oficial y de las iniciativas políticas del Presidente.
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