más allá de toda duda razonable, de la autoría intelectual de las matanzas de Barrios Altos (1991) y La Cantuta (1992), en las que fueron asesinadas 25 personas, así como de los secuestros del periodista Gustavo Gorriti y del empresario Samuel Dyer.
La resolución de la justicia peruana reviste importancia histórica para el país andino y para América Latina, pues por vez primera un ex mandatario constitucional en la región es procesado por crímenes de lesa humanidad y declarado culpable. Además de arrastrar un estigma imborrable de corrupción –que derivó en el enriquecimiento del propio ex presidente y de algunos de sus más cercanos colaboradores, como Vladimiro Montesinos–, el gobierno de Fujimori se distinguió por un cariz represor y bárbaro, expresado en las masacres de Barrios Altos y La Cantuta; en el sangriento desalojo de la embajada japonesa en Lima, tomada en diciembre de 1996 por miembros del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru, quienes fueron ejecutados tras el asalto y, en términos generales, por el recurso a la guerra sucia (es decir, a la violación masiva y sistemática de los derechos humanos) en la lucha contra esa organización armada y contra Sendero Luminoso. Por añadidura, el político de origen japonés acabó con al autonomía de los poderes Legislativo y Judicial, se erigió en férreo censor de los medios de comunicación; durante su gobierno fueron prácticamente desaparecidas las principales fuerzas políticas opositoras y se emprendieron, desde el poder político, campañas para perseguir y aniquilar físicamente a los grupos disidentes.
Es decir, el régimen de Fujimori concentró muchas de las características de los regímenes militares golpistas que azotaron la región en las décadas de los 70 y 80 del siglo pasado. Sin embargo, a diferencia de personajes como Augusto Pinochet, en Chile, o Rafael Videla, en Argentina, Fujimori arribó a la presidencia mediante el sufragio ciudadano, y una vez en el poder distorsionó las instituciones peruanas, al punto de implantar una dictadura: en lo que se ha dado en llamar un autogolpe de Estado, el ex presidente consumó un asalto al Congreso de la República en abril de 1992, suspendió las actividades del Poder Judicial, derogó la Constitución vigente desde 1979 y avanzó en la redacción de una nueva, hecha a la medida, al tiempo que promovió la integración de un cuerpo legislativo sumiso a su gobierno.
Cabe felicitarse, pues, por que se haga justicia –así sea de manera tardía e incompleta– por algunas de las atrocidades cometidas durante el gobierno de Fujimori, pues causaron un enorme daño a la sociedad peruana y fueron objeto de escándalo e indignación mundiales.
Por lo demás, resulta inevitable comparar el fallo de la Corte Suprema peruana con lo ocurrido en nuestro país el pasado 26 de marzo, cuando, para vergüenza del aparato mexicano de justicia, un tribunal colegiado absolvió al ex presidente Luis Echeverría Álvarez de todos los cargos que le había imputado la desaparecida Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, con lo cual se exculpó a quien es considerado el mayor responsable vivo de la masacre del 2 de octubre de 1968 –era, en ese momento, secretario de Gobernación del gabinete de Gustavo Díaz Ordaz– y el responsable central de la ilegal barbarie represiva desplegada durante su propia presidencia (1970-1976), la cual empleó, en territorio mexicano, métodos similares a los de las dictaduras militares de Centro y Sudamérica: desaparición forzada, encarcelamientos clandestinos, tortura y asesinato de guerrilleros y de muchos ciudadanos ajenos a la lucha armada.
A la luz de tales antecedentes, es inevitable concluir que el sistema de impartición de justicia mexicano ha otorgado un aliento a la impunidad en el país y ha asestado un duro golpe –uno más– a la legalidad y la vigencia del Estado de derecho.
A lo que puede verse, en suma, las autoridades mexicanas –las ejecutivas y las judiciales– están muy a la zaga de las peruanas en lo que se refiere a voluntad política de esclarecer y hacer justicia por los crímenes que el poder público ha cometido en el pasado reciente. En contraste con la sentencia histórica emitida ayer en la nación andina, en México impera la vergüenza de la impunidad.
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