En la jornada de ayer el brote de influenza porcina que surgió en nuestro país parece haber saltado a diversas naciones: en Canadá, España, Francia, Nueva Zelanda e Israel se reportan casos de personas posiblemente infectadas con el virus de ese padecimiento; se confirman, en Estados Unidos, una veintena de casos, y el gobierno de ese país declara una emergencia de salud pública
, en tanto que en diversas naciones centro y sudamericanas se monitorea a pacientes que podrían presentar contagio. En México, el brote de influenza se extiende a Hidalgo y Veracruz; en Jalisco y Nuevo León se estudia la posible presencia de casos de la enfermedad y se informa que el número de muertes confirmadas asciende a 103 en todo el territorio nacional. Asimismo, el gobierno federal anuncia que dos tercios de los enfermos en todo el país han sido dados de alta.
El inevitable contraste entre las muertes registradas en México y los cuadros provocados por el mismo virus en Estados Unidos, que parecieran mucho más benignos, tiene una explicación inevitable: la pobreza.
A lo largo de cinco lustros, cuando menos, sucesivas administraciones federales han porfiado en políticas económicas de adelgazamiento del Estado
(incluidos, por supuesto, los servicios de atención sanitaria y educativa a la población), en medidas que favorecen a los capitales especuladores –especialmente los extranjeros–, en detrimento del resto de los sectores económicos, y que propician la concentración de la riqueza nacional en unas cuantas manos y la condena de millones de personas a estadios de insuficiencia en materia de ingreso, vivienda, transporte, alimentación, salud y educación.
Si algo ha impedido que la devastación neoliberal desembocara en una completa desestabilización del país ha sido el flujo migratorio hacia el país vecino del norte. Sin embargo, la perspectiva del éxodo económico parece haber llegado, en el actual contexto de crisis económica global, al límite de sus posibilidades como válvula de escape al maltrato social y económico de sucesivas administraciones a la mayoría de la población.
En el contexto así creado y agravado por los gobiernos neoliberales que van de 1988 al presente, el surgimiento de un brote viral largamente anunciado ha de ser obligadamente desastroso y, a diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos y en diversas naciones europeas, mortal para muchos de los infectados.
Ahora, independientemente de las medidas adoptadas por los gobiernos federal y locales para tratar de contener el inicio de epidemia, el primero exhibe de nueva cuenta su falta de interés por el nuevo desastre económico que se cierne sobre los sectores más desprotegidos de la población. Cabe preguntarse cuántos miles de pequeños negocios personales y familiares –que dan sustento a gente que vive con las ganancias del día–, por no hablar de empresas pequeñas y medianas, se han vuelto ya inviables o lo harán en los días próximos; en qué porcentaje se disparará el desempleo ante el cierre de fuentes de trabajo o la imposibilidad de muchos empleados de asistir a sus centros laborales.
Sin ánimo de descalificar las disposiciones oficiales orientadas a minimizar los contagios, es obvio que éstas tendrían que haber ido acompañadas, desde un principio, de medidas de atenuación a éstos y otros impactos económicos devastadores para un amplio sector de la población del valle de México que padece los efectos de tres crisis superpuestas: la crisis en la que la política económica neoliberal lo ha mantenido sumido desde hace dos décadas o más; la crisis mundial que afecta al mundo, y la derivada de la paralización de actividades dictada por la necesidad de enfrentar el brote de influenza porcina.
Como hecho ilustrativo de esa proverbial indiferencia del gobierno ante las penurias de la población, apenas ayer por la tarde el secretario de Hacienda y Crédito Público, Agustín Carstens, admitió que la propagación de la enfermedad puede tener un impacto importante en la economía
, pero consideró que era demasiado pronto para dar una opinión más completa
.
En la actual circunstancia es urgente que las autoridades, además de empeñar las acciones pertinentes para evitar una mayor difusión del nuevo virus, empiecen de una vez por todas a preocuparse por rescatar a los sectores mayoritarios de la población del desastre causado por décadas de políticas económicas antipopulares; que presenten un plan real y coherente destinado a auxiliar a la ciudadanía, antes que a las grandes empresas, a los contratistas y a los grupos de interés corporativos, y que apliquen, con transparencia y honestidad, una parte suficiente del blindaje financiero
recientemente obtenido para financiar acciones concretas de apoyo a asalariados, jubilados y desempleados; a deudores, a consumidores, a usuarios de servicios básicos, a causantes, a inquilinos, a estudiantes sin recursos. A fin de cuentas, las reservas monetarias del país, así como los préstamos contratados con gobiernos y organismos financieros internacionales, son dinero de la sociedad, no de los grandes empresarios ni de los funcionarios.
A menos que sea una conjura internacional, OMS incluida, aquí algo desconocido está matando a la gente. Dicho eso, ¿por qué se empeña la autoridad en tratarnos como estúpidos?
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