Jefes de Estado y de gobierno participantes en el encuentro económico del G-20, antes del inicio de sesiones. De manera paralela, también en Washington, activistas realizaron la “cumbre del pueblo” para exigir medidas que beneficien a los trabajadores de todo el mundo. Los actos comenzaron el viernes, con un “banquete” ofrecido a personas de escasos recursos, frente a la Casa Blanca Foto Ap
Editorial
La cumbre del llamado Grupo de los 20 (G-20) concluyó ayer en Washington con el fracaso en fraguar un acuerdo concreto en torno a la regulación del mercado financiero, y con compromisos de los participantes de preservar los “principios del mercado, el libre comercio y los regímenes de inversión”
Sin duda habría sido ingenuo pensar que en una sola reunión se pudiese rediseñar la llamada arquitectura financiera mundial y avanzar en la construcción de un modelo económico distinto del actual, cuya voracidad y libertinaje ha conducido al mundo a una severa crisis. En cambio, era por lo menos deseable que surgieran medidas concretas en torno a la regulación de los mercados financieros, a efecto de prevenir nuevos desequilibrios en el futuro. En la declaración final, sin embargo, apenas se enumeran compromisos de carácter genérico con miras a la urgente reforma del sistema financiero, así como líneas muy generales de acción.
Es pertinente recuperar los asertos de la presidenta de Argentina, Cristina Fernández, quien señaló que el mundo se encuentra “no sólo ante un problema financiero, sino frente al fin de un modelo económico y político que pregonaba la falta de controles como concepto”, así como los del mandatario de Brasil, Luiz Inacio Lula da Silva, quien atribuyó la desesperante situación actual a “la absoluta falta de mecanismos serios de regulación de los mercados financieros”. Estas consideraciones, de obvia sensatez, parecen haber sido ignoradas por el conjunto de los participantes en la cumbre del G-20.
Por añadidura, a tono con las advertencias del gobierno estadunidense sobre un regreso al “proteccionismo”, los líderes congregados en Washington acordaron reavivar las estancadas negociaciones en la Organización Mundial de Comercio (OMC) e inclusive amenazaron con hacer avanzar la ronda de Doha para finales de año, perspectiva por lo menos inadecuada cuando la circunstancia presente –en la que convergen una crisis económica y una alimentaria– demanda garantizar la soberanía de las naciones en materia de alimentos, todo lo contrario a lo que provoca el modelo de liberalización comercial agrícola impulsado por la OMC.
Cabe apuntar, por lo demás, que los magros resultados de esta cumbre bien pueden atribuirse, así sea en parte, a la presencia de George W. Bush al frente del gobierno de Estados Unidos: un interlocutor que está a pocas semanas de abandonar el cargo –lo que le resta peso político– y cuya popularidad, dentro y fuera de su país, se encuentra por los suelos. Además, y de manera significativa, el propio Bush mermó las expectativas que pudieron haberse generado sobre la cumbre, pues el mismo día que anunció su realización, el 18 de octubre, dijo que, de cara a la amenaza mundial de recesión, era necesario “preservar el capitalismo democrático, un compromiso con el libre mercado, la libre empresa y el libre comercio”, y acentuó esa postura hace unos días ante la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas, cuando afirmó que “la crisis no fue un fracaso del libre mercado, y la respuesta no es reinventar ese sistema”. Es de esperarse que la toma de posesión, en enero próximo, del presidente electo Barack Obama pueda abrir las perspectivas y posibilitar el avance hacia un modelo económico más justo y un sistema financiero adecuadamente regulado.
Por último, no deja de ser irritante que una veintena de naciones se arroguen la facultad de tomar decisiones que afectan al conjunto de la población mundial, y que se excluya a la mayoría de los países cuyos habitantes sufren, tanto o más que los de los integrantes del G-20, los estragos de la crisis.
Fuente: www.jornada.unam.mx
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