martes, 18 de noviembre de 2008

Andrés Manuel López Obrador



Juventino V. Castro y Castro
Domingo, 16 Noviembre, 2008

Con muchas dudas e incertidumbre personal me atrevo a tratar un tema que me había prohibido a mí mismo: evaluar la figura política del líder Andrés Manuel López Obrador.

De elogiarlo, siendo que fui honrado por él como su asesor —aunque en nada lo haya asesorado, aconsejado o sugerido, porque nunca lo necesitó ni lo requería de mí—, se diría que resultaba obvio que intentara justificarlo y, lo que es peor, ensalzarlo para justificar mi posible desempeño ante su petición.

Por el contrario, de atacarlo o someterlo a mi crítica contraria para deslindarme de él se diría simplemente que soy un traidor, un inconsistente, un “arribista”, sin escrúpulo personal en tanto que originariamente lo apoyé.

Una cosa es bien clara: creo —como convicción— que el criterio democrático contemporáneo se centra en la justicia social, la justicia que da la razón a los intereses sociales, y vigila estrecha y normativamente el interés particular, que siempre debe ceder ante los primeros, y que esta tesis debe defenderse en cualquier trinchera en que nos coloque la circunstancia de nuestra sociedad.

Simplemente coincidíamos en ciertas posiciones sociales, principalmente las políticas, siendo él un político profesional y pretendiendo ser yo un jurista, la pasión de mi vida. Resalto que soy apartidista. Creo que los partidos políticos se roban el poder soberano del voto público.

Y va de historia: era yo ministro en activo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación cuando por primera vez oí hablar (antes nunca lo había siquiera ubicado) de Andrés Manuel López Obrador, un político mexicano originario de Tabasco. Madrazo contendía entonces contra López Obrador por el reconocimiento a la gubernatura de ese estado.

Por cierto, fue una de las ocasiones en que pude constatar la audacia de un político sin escrúpulos. Cada vez que le dábamos un palo procesal al promovente (Roberto Madrazo), él reunía —¿y pagaba?— a la prensa nacional y decía que le daba las gracias a la Gran Corte, por haberle dado la razón, a la cual elogiaba por ese acierto. Creíamos que ese cuerdo era en realidad un loco.

La segunda vez que supe de López Obrador fue cuando ya era jefe de Gobierno del Distrito Federal y se le reclamaba por supuestos agravios de actos de gobierno.

También a él le dimos de palos. Contestó no bajo el estilo de Madrazo, sino bajo su estilo de gobernar.

Es en ese tiempo cuando se plantea (por resoluciones provenientes de un juez de distrito) la supuesta desobediencia de López Obrador (en su calidad de jefe de gobierno, pero ya fuerte candidato de un partido político a la Presidencia de la República) a un auto de suspensión decretado por el juez, al no obedecer —se dijo— una orden de suspender los trabajos de un camino a un hospital en la zona sur de esta capital.

El mandato del juez (la suspensión del acto reclamado) fue objetado por López Obrador y motivó la revisión por un tribunal colegiado de circuito. Éste ratificó el mandato y lo comunicó al juzgado en oficio pertinente.

El juez de distrito notificó la resolución a las partes, entre ellas al agente del Ministerio Público adscrito al propio juzgado. Éste, a su vez, lo dio a conocer a sus jefes en la Procuraduría General de la República, cuyo titular encargó a uno de los subprocuradores que procediera a acusar penalmente a López Obrador, pero como estaba aún gozando de fuero constitucional, le ordenó que solicitara su desafuero ante de la Cámara de Diputados, cosa que se llevó a cabo puntualmente.

Me limité a glosar tan importante acontecimiento y, como ministro de la Suprema Corte que aún soy (aunque dinámica y jurisdiccionalmente inactivo), me creí obligado a opinar.

Manejé argumentos por los cuales consideraba que el juez de distrito (después de escuchar los alegatos de las partes en un juicio de amparo) debería haberse dirigido al pleno de la Suprema Corte de Justicia, como ocurre tratándose de sentencias de amparo no cumplidas, cuando la Constitución lo ordena para estos casos, y el artículo 109 de la Ley de Amparo dice que únicamente puede pedir el desafuero de un alto funcionario la propia Suprema Corte (y no el juez de distrito ni el Procurador General de la República ni mucho menos un subprocurador), y como en el caso no se hizo así era palmario que se habían violado las garantías constitucionales del jefe de gobierno electo por los ciudadanos del Distrito Federal.

Ello fue lo que motivó que varios meses después un amigo común nos reuniera (a López Obrador y a mí) a desayunar en la casa del primero. López Obrador me pidió que formara parte de su grupo de asesores, a lo que accedí sintiéndome alagado por un político afín a mis ideas jurídicas y sociales, pues carezco, ¡bendito sea Dios!, de vocación política y ambiciones del mismo tipo.

Largo relato para narrar nuestra relativa y condicionada relación. Yo veo a López Obrador desde mi calidad de ciudadano más que como alguien vinculado a movimientos políticos.

Los partidos políticos contrarios a su candidatura, el entonces presidente de la República, los inversionistas mexicanos y muchos de los extranjeros, los medios masivos de comunicación, los derechistas más firmemente asentados, los miembros de las organizaciones electorales (cuando les tocó intervenir), y los espontáneos a los que les molesta el ruido social, todos, se unieron contra el candidato que siempre se llamó de izquierda (y que lo fue). Lograron una resolución desfavorable para él. Lo reconoció así el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.

La verdad es que un mexicano con larga carrera política como él tuvo que afrontar que otra persona a la que considera que venció fuese legalmente ungido (en memorable sesión conjunta y borrascosa de ambas cámaras del Congreso de la Unión), y él se considera —con razón o sin ella— el presidente legítimo de México.

Cuenta con un precedente: lo mismo le ocurrió al candidato Cuauhtémoc Cárdenas cuando compitió con Salinas de Gortari. Cárdenas alegó haber sido objeto, también, de una conspiración de las mismas fuerzas de poder que infortunadamente prevalecen en México. Por igual señaladas y condenadas por la mayoría de los mexicanos, Cuauhtémoc también lucha, y el aparato político y judicial lo aplasta. Le desechan sus recursos legales y políticos. Perdió toda instancia posible. No se conforma pero sí se inmoviliza. López Obrador ve con horror que Cuauhtémoc se inmovilice. No quiere ese ejemplo. Trata de superarlo.

El dilema es siempre el mismo: ¿me conformo? ¿Me rebelo? ¿Me aviento? ¿Arriesgo mi vida y la de los míos? O bien, resignadamente me someto.

López Obrador no desea incendiar a México. Pide que la resistencia civil sea pacífica, aunque en ciertos momentos resulte hasta ingenua, estéril e improductiva para, ante todo, salvar la paz social.

Reconozco que simpatizo mucho con esta posición pacífica. Acepto (y muchos conmigo) que debemos maldecir la violencia como posición social, la agresividad como instrumento; aunque nuestro propio país sea un remedo de democracia.

Afirmando que soy realista, no puedo dejar de simpatizar con este principio que continuamente nos recuerda López Obrador en sus intervenciones públicas o privadas. Debemos prometerle que cumpliremos el mandato, aunque sea a costa de burlas, abusos e injusticias.

El problema de López Obrador es que el pueblo se le duerme y tiene necesidad de despertarlo. Si lo queremos ver como un jovencito de Hollywood o como un héroe de película, es cuestión de buscarse un buen equipal y dormir la siesta.

México está en una terrible disyuntiva: con el sistema o con el cambio profundo. ¡Riesgoso! Aquél es pasivo, éste es violento. Pero no es la decisión de un personaje. Es la de un noble y admirado pueblo. Uno que por el momento está “dormido” y que ha pedido que lo despierten cuando nos sirvan el chocolate.

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