Porfirio Muñoz Ledo Bitácora Republicana 28 de noviembre de 2008 |
El último mohicano |
La ubicuidad de las agendas y las evidentes contradicciones entre tarjetas burocráticas y manías propias han hecho del discurso de Calderón un trabalenguas conceptual. Como el coronel del Gabo, no tiene quien le escriba, pero menos quien le piense.
Heredero de Fox, se tropieza con la lengua tiro por viaje. A pesar de que en la Cumbre Iberoamericana la Cancillería le había hecho decir: “Es necesario un nuevo orden económico internacional mediante un diseño equilibrado entre Estado y mercado” y “una regulación mucho más severa, a fin de reducir el impacto sobre la economía real”, en el foro de APEC se retractó sin rubor.
Le botó de la entraña: ¡Soy alguien que cree en el mercado! Para añadir: “El mercado funciona cuando se deja que el mercado funcione”. Justamente lo que ocurrió, pero con resultados catastróficos. Y advertir luego: “Cuando se interviene para alterar una variable, como ha ocurrido en algunas economías, se generan graves problemas de distorsión”.
En qué quedamos por fin: ¿regulas o no regulas? ¿Qué justifica la alusión peyorativa a quienes han intervenido en los procesos económicos para generar mercados propios y salvaguardarlos con éxito? A qué título la diatriba contra el proteccionismo, viniendo de un país al que apertura, corrupción y libertinaje hundieron en el más descomunal de los fracasos.
Calderón es el último de los mohicanos; no tanto por tozudez doctrinaria, sino por incapacidad intelectual para cambiar el chip. Le resulta difícil traducir los argumentos de sus despavoridos tecnócratas y no le queda sino ampararse en referencias teológicas y sicoanalíticas. De la fe en el mercado al complejo de Edipo.
Pontifica con simpleza: “Los jóvenes (iberoamericanos) no creen en nada; ni en los políticos, en el socialismo, en el capitalismo o en Dios”. Sorprende el llamado que les hace a la “trascendencia”: una tabla de salvación para la crisis en la otra vida.
Intrigan los fundamentos teóricos de esta declaración: “La economía es prima hermana de la sicología”, y su conclusión: “Lo que ha ocurrido es simplemente pánico”. No explica si se trató de esquizofrenia crediticia, paranoia financiera u oligofrenia política. Pero ofrece la receta: “La crisis va a requerir un poco de Freud”. Esto es, el rescate de la sexualidad económica extraviada en el inconsciente.
Es grave la actitud de desistimiento a que la ignorancia conduce. Rechazar a bote pronto la sugerencia de Obama con “la renegociación del NAFTA (sic) es una mala idea” encubre cuando menos un anacronismo. Atribuir a las exportaciones de aguacates michoacanos una supuesta reducción de las migraciones es a la vez chabacanería y despropósito. Ningún análisis de las razones adelantadas por el presidente estadounidense cuando propuso modificarlo a sus colegas de México y Canadá: “El tratado no contiene acuerdos obligatorios en asuntos laborales y de medio ambiente”. Faltaría añadir: tampoco en democracia y derechos humanos.
Ninguna consideración respecto de su denuncia sobre la naturaleza de ese arreglo, que no debiera “ser solamente bueno para Wall Street, sino también para Main Street”; es decir, para la calle de en medio. Olvidan nuestros funcionarios que el corazón del debate en torno al tratado fue precisamente quiénes serían los ganadores y quiénes los perdedores en cada país. Los resultados son irrefutables.
El TLCAN corresponde a una ideología del pasado. Fue un instrumento para imponer las políticas neoliberales: la proa del Consenso de Washington, hoy en total descrédito. Los estragos de las privatizaciones y desregulaciones son inocultables, tanto como su contribución a la caída del crecimiento y a la desproporcionada brecha de la desigualdad.
Según las encuestas, el tratado es impopular en los tres países porque aceleró la concentración del ingreso y empobreció a las clases medias y trabajadoras. En dos estallaron crisis de grandes proporciones y aumentó el endeudamiento. Hay extendida conciencia de que los procedimientos para su adopción fueron dudosamente participativos y de que se impone un nuevo consenso.
Sería irracional oponerse a su revisión no sólo porque todo acuerdo es perfectible, sino porque su balance es negativo. Durante su vigencia los gobiernos han perdido además capacidad para afrontar problemas fundamentales. Replantearlo a fondo nos impondría la definición de parámetros válidos para el futuro.
Las claves son: libre circulación de la fuerza de trabajo y salarios al alza, sociedad del conocimiento para la competitividad regional, cooperación científica y tecnológica, reconversión energética, fortalecimiento del Estado, democratización del poder y respeto a la dignidad humana.
Por desgracia, carecemos de autoridades respetables en momento crucial de la historia y la ciudadanía aún no se moviliza para reemplazarlas.
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