Los siete dictámenes de la reforma energética aprobados ayer por el Senado de la República están exentos de las disposiciones obviamente privatizadoras de la industria petrolera que fueron enviadas como iniciativas de ley por el Ejecutivo federal a esa instancia legislativa. Ese hecho reconoce, a posteriori, la plena legitimidad del movimiento de resistencia civil que ha encabezado Andrés Manuel López Obrador y en el que han confluido decenas de miles de ciudadanos. De no ser por esa gesta cívica y pacífica, que obligó al Senado a emprender un examen y un debate minuciosos y pausados del estatuto legal que debe regir al sector petrolero del país, la entrega abierta de los recursos naturales de la nación a consorcios extranjeros sería, a estas alturas, un hecho consumado.
Lo aprobado ayer en una sesión senatorial accidentada, en una sede alterna rodeada de fuerzas policiales dispuestas a reprimir a los integrantes del Movimiento en Defensa del Petróleo, no estipula la apertura de la industria petrolera al sector privado –como sí lo hacía la iniciativa de Felipe Calderón–, pero deja ambigüedades que podrían permitir la indeseable incursión de corporaciones trasnacionales en una actividad constitucionalmente reservada a la nación y, peor aún, cederles el control de extensiones del territorio mexicano.
La negativa de la mayoría a incluir, en algún sitio de las leyes aprobadas, la prohibición expresa para el otorgamiento de áreas exclusivas en los contratos de exploración y perforación, deja abierta la puerta a afectaciones de la soberanía nacional potencialmente graves. Adicionalmente, la inexplicable cerrazón ante la propuesta de incluir también en esa legislación una frase que ratifica el sentido del artículo 27 constitucional, y el rechazo tajante a examinar el asunto, resultan inevitablemente sospechosos y llevan a preguntarse en qué medida el grupo en el poder mantiene, pese a todo, intenciones privatizadoras furtivas. Es difícil comprender de otro modo el empecinamiento en hacer a un lado una precisión de obvia pertinencia y con la que se habría despejado la principal confrontación que tiene lugar en el escenario político nacional. Al desechar la demanda de esa precisión, sin embargo, se ha perdido la oportunidad de dotar de consenso nacional al nuevo marco legal para la industria petrolera y se ha cerrado, con ello, la posibilidad de que la reforma energética impulsara la armonía y la unidad que el gobierno federal dice buscar.
El hecho es que lo que habría podido ser un punto de encuentro entre la esfera política formal y el movimiento ciudadano, y el inicio de un nuevo consenso político, culminó, en cambio, en una sesión senatorial realizada a trasmano, protegida por los escudos y toletes de la Policía Federal Preventiva y custodiada personalmente por el secretario de Seguridad Pública del gobierno federal, con legisladores hostilizados en su propia casa por la fuerza pública, en lo que constituye una vergonzosa claudicación a la soberanía del Congreso y un atropello al principio de separación de poderes. De tal forma, lo ocurrido ayer, en vez de proyectar una sensación de acuerdo, diálogo y encuentro, deja tras de sí el sabor amargo de un escamoteo, una fractura política exacerbada y una consolidación de la sospecha en torno a los designios reales del grupo en el poder en materia petrolera.
La Cámara de Diputados tiene en sus manos la oportunidad y el deber de corregir este desenlace indeseable y de rescatar un trabajo legislativo sin duda considerable, pero a fin de cuentas incompleto. A los diputados de todas las bancadas les bastaría, para ello, con incluir en los dictámenes un refrendo de la soberanía nacional en la industria petrolera y devolver la iniciativa a la colegisladora. Si en verdad no hay intención de abrir la puerta del sector a la iniciativa privada, con esa medida no se perdería nada, pero se ganaría mucho.
Editorial de La Jornada.
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