Editorial - La Jornada
A lo que puede verse, la virulencia con que la jerarquía católica ha fustigado en los últimos días las reformas al Código Civil capitalino que permiten los casamientos entre personas del mismo sexo encuentra un punto de apoyo fundamental en la actitud impasible con que se ha conducido hasta ahora el gobierno federal, pese a lo que estipula la ley.Ayer, el titular de la Secretaría de Gobernación (SG), Fernando Gómez Mont, señaló que la dependencia a su cargo “analizará” los pronunciamientos realizados por los jerarcas religiosos en contra de las reformas mencionadas –a efecto de conocer “en qué contexto” se dieron y “qué significación” tuvieron–, y si bien reconoció que las iglesias del país tienen un límite para entrometerse en asuntos públicos, se manifestó en favor de la “libertad de expresión” de esas organizaciones.
Las declaraciones del titular de la SG son preocupantes por cuanto parecieran prefigurar una cobertura de impunidad ante violaciones flagrantes a las normativas que consagran la separación entre la Iglesia y el Estado.
En efecto, no hay mucho margen para el “análisis” de los pronunciamientos realizados por el arzobispo primado de México, Norberto Rivera –quien el pasado 21 de diciembre señaló que la medida aprobada por la Asamblea Legislativa del Distrito Federal “inevitablemente llevará a la ruina a la sociedad” y una semana después la calificó de “perversa, arbitraria, soberbia y aberrante”– a la luz de lo estipulado en el artículo 130 de la Constitución: “Los ministros no podrán (...) en reunión pública, en actos del culto o de propaganda religiosa, ni en publicaciones de carácter religioso, oponerse a las leyes del país o a sus instituciones, ni agraviar de cualquier forma los símbolos patrios”. Tampoco pueden interpretarse de muchas maneras las críticas formuladas por el vocero de la Arquidiócesis de México, Hugo Valdemar Gutiérrez, en una entrevista que aparece en la reciente edición del semanario Desde la fe, en contra del Partido de la Revolución Democrática, principal impulsor de las reformas mencionadas, si no es como una vulneración a los ordenamientos que impiden a los ministros de culto realizar proselitismo en favor o en contra de organización política alguna, como el artículo 14 de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público y el numeral constitucional referido.
Los llamados a rechazar las modificaciones al Código Civil capitalino, y la descalificación del partido político que las impulsó, ameritan la intervención de la propia SG, dependencia que cuenta entre sus funciones la de procurar el respeto al carácter laico del Estado. En cambio, la inacción y la actitud errática de su titular dejan entrever una voluntad de encubrimiento en favor de la jerarquía católica, y refuerzan la impresión que pesa sobre los gobiernos emanados del Partido Acción Nacional, cuyos titulares en distintos niveles –incluido el federal– se han caracterizado por ostentar en público una feligresía que, si bien tienen todo el derecho de profesar, no puede ni debe convertirse en un lastre para el cumplimiento de sus funciones.
Más que “analizar” la situación, las autoridades políticas de la nación tienen la responsabilidad de cumplir y hacer cumplir las normativas vigentes –aunque ello vaya en contra de sus creencias personales en materia religiosa–, pues un gobierno que consiente la vulneración de la ley en ámbitos particulares carece de autoridad moral para exigir su cumplimiento y aplicación en lo general, y otorga, en cambio, margen de maniobra para la comisión de ilícitos y para la impunidad.
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