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Los adictos a doctrinas liberales no acaban de entender que las organizaciones de la sociedad son parte del cuerpo político no estatal. La sociedad civil en sentido propio. Su funcionamiento autónomo es garante de derechos colectivos y toda Constitución contemporánea los reconoce. Son la versión opuesta de los poderes fácticos.
El ciclo neoliberal que nos condujo a la catástrofe implicó —como dijera un dirigente histórico— la “castración de los sindicatos”. No cabían en el pensamiento único ni en el diseño de abatir salarios y debilitar el mundo del trabajo. Entraron en apogeo los “contratos de protección”, de los intereses empresariales y las políticas dominantes.
Se ha recordado que en tiempos de la Gran Depresión Keynes escribió al presidente Roosevelt para alentarlo a transferir recursos a la clase trabajadora y estimular la contratación colectiva. Los sindicatos —le dijo— “son parte de la solución, no del problema”. Actuar en sentido inverso es señal inequívoca de parálisis mental.
El atraco contra el Sindicato Mexicano de Electricistas no es accidental, sino “estructural”. Revela además la codicia de la clase gobernante y su ideología petimetre, plasmada en la carta de Lozano: “No siendo experto en materia laboral, tuve la fortuna de dominarla muy pronto y ejercer el cargo en plenitud”.
A Calderón lo complacen los incondicionales y los bravucones, aunque no puedan sostener sus dichos. ¿Podría imaginarse mayor torpeza que colocar un reglamento administrativo por encima del mandato constitucional y de los tratados internacionales? “La autoridad pública deberá abstenerse de toda intervención que limite o entorpezca el ejercicio de los derechos sindicales”. Punto.
Hace meses, personalidades y organizaciones exigieron la renuncia del secretario por desprecio confeso a los ordenamientos que protestó cumplir. Había descalificado la Ley Federal del Trabajo como “una pieza legislativa que cobija el fraude, simula relaciones laborales y genera incentivos perversos”. Suponemos que lo mismo piensa del artículo 123, del que aquélla emana.
Convertir a la autoridad del trabajo en órgano electoral es un despropósito, sobre todo cuando su titular es parte de un gobierno surgido del despojo. Se trataba de una obvia provocación para orillar al estallido de la huelga, de ahí a la requisa, después a los jugosos contratos sin vigilancia y finalmente a la privatización abierta o clandestina, como en Petróleos Mexicanos.
El asunto incide simultáneamente sobre dos reformas neoliberales pendientes: la laboral y la energética. En la primera han optado por las vías de hecho, con base en una legislación tramposa, y en la segunda han preferido el golpe de mano con la intención de intimidar a los sindicatos y luego imponer legalmente la precarización de las relaciones de trabajo.
La reacción social, la solidaridad gremial y la batalla parlamentaria han frenado por ahora la maniobra, a pesar de la campaña sucia a cargo de los servidores mediáticos del régimen. Es sólo un primer episodio, por lo que se hace necesario articular el contraataque. El debate central es el cambio de rumbo económico y las vertientes que comprende.
En la agenda están las estrategias de energía, fiscal, bancaria y financiera; antimonopólica, industrial y alimentaria; científica, tecnológica y de comercio exterior; de salarios, precios y utilidades, así como de empleo y mercado interno. Para reorientarlas es indispensable derrotar al bloque hegemónico.
Por ello saludamos el regreso de los sindicatos a la arena política, proemio de una reforma laboral progresista que asegure su libertad y autonomía y promueva justicia en las relaciones de trabajo.
Diputado federal (PT)
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