EL DECAMERON:
“En todo caso, lo cierto fue que, al principiar la primavera del año anterior comenzaron a manifestarse, horribles y milagrosamente, los dolorosos efectos de la pestilencia, Mas no obraba como en Oriente, donde el verter sangre por la nariz era signo seguro de muerte inevitable, sino que aquí, al empezar la enfermedad, nacíanles a las hembras y varones , en las ingles o en los sobacos, unas hinchazones que veces alcanzaban a ser como una manzana común, y otras como un huevo, y otras menores y mayores otras. Daba la gente ordinaria estos bultos el nombre de bubas. Y, a poco espacio, las mortíferas inflamaciones empezaron a aparecer indistintamente en todas partes del cuerpo; y en seguida los síntomas de la enfermedad se trocaron en manchas negras o lívidas que en brazos, muslos y demás partes del cuerpo sobrevenían en muchos, ora grandes y diseminadas, ora apretadas y pequeñas. Y así como la buba primitiva era, y seguía siendo, signo certísimo de futura muerte, éranlo también estas manchas, Para curar tal enfermedad no parecían servir ni consejos de médicos ni meritos de medicina alguna, bien porque l ignorancia de los medicamentos (cuyo nombre, aparte de los hombres d ciencia, había entre hombres y mujeres carentes de todo conocimiento de medicina, héchose grandísimo) se escapase el origen del daño y el modo del atajarlo. Y así, no sólo eran pocos los que curaban, sino que casi todos, al tercer día de la aparición de los supradichos signos, cuando no algo antes o después, morían sin fiebre alguna no otro accidente.”
“Adquirió aquella peste mayor fuerza porque los enfermos la transmitían a los sanos al comunicar con ellos, como el fuego a las cosas secas o empapadas, que se le acercan mucho. Y aun esto se agravó el extremo de que no sólo el hablar o tratar de los enfermos producía a los sanos enfermedad y comúnmente muerte, sino que el tocar las ropas o cualquier objeto sobado o manipulado por los enfermos, transmitía la dolencia al tocante. Maravilloso seria oír lo que afirmo si los ojos de muchos y los míos propios no lo hubiese visto, de manera que yo no osaría, creerlo y menos escribirlo, si mucha gente digna de fe no lo hubiese visto u oído. Y digo que de tanto poder fue la naturaleza de la sobredicha pestilencia en materia de pasar de uno a otro, que no lo hacía de persona a persona, sino que las cosas del enfermo o muerto de la enfermedad, si eran tocadas por animales ajenos a la especie humana , los contagiaba y aun los hacía morir en término brevísimo. Por mis propios ojos (como ha poco dije) presencié, entre otras veces, esta experiencia un día: yacían en la vía publica los harapos de un pobre hombre muerto algo antes, y dos puercos llegándose a ellos olieronlos y asieronlos con los dientes, según su costumbre, y a poco, tras algunas convulsiones como si hubieran tomado veneno, ambos cayeron muertos en la tierra sobre los mal compuestos andrajos.”
El Decamerón.
Giovanni Boccaccio Certaldesco.
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