Guadalupe Loaeza.
23 Dic. 08
Que yo recuerde, en casa de mis abuelos nunca ponían árbol de navidad ni mucho menos se hablaba de Santa Clos. Los nacimientos que se ponían en Milán 35 eran más bien modestos, tenían mucho heno y las figuritas eran de barro: San José siempre era mucho más chaparrito que la Virgen María; el Niño Dios era inmenso en relación con los tres Reyes Magos; a un buey le faltaba una pata; el elefante de Baltasar tenía la trompa mocha y el ángel de la Anunciación nada más tenía un ala. En esa temporada, por lo general en las comidas familiares se servían platillos mexicanos: sopa aguada, sopa seca, guisado, sin olvidar nunca los frijoles; los postres se comprendían de tejocotes en almíbar, buñuelos o bien calabaza en tacha o arroz con leche. Jamás se servían refrescos embotellados sino tepache, agua de jamaica o de limón y horchata. No se bebía vino y todos los adultos fumaban. Las conversaciones de sobremesa, larguísimas, giraban alrededor de películas, de libros, de los matrimonios de la monarquía y de los últimos chismes de la política. Mientras tanto los nietos jugábamos en el patio a la matatena, a los palillos chinos, a Doña Blanca, a brincar la reata y al "avión". Claro, no faltaba la que le dictaba la carta al primo mayor para el Niño Jesús, quien era el que traía los juguetes pero como era muy pobre, puesto que había nacido en un pesebre pobrísimo, lógicamente éstos también tenían que ser superpobres. "Querido Niño Jesús: Quiero que por favor me traigas, si puedes y no te es mucha molestia, una caja de colores que tenga color carne y el color verde esmeralda. También me gustaría una lonchera escocesa (de ésas que son metálicas) con su propio termo igualita a la de mi amiga Ofelia Olivar. Eso es todo. Si te parece muy caro, tráeme la lonchera aunque no sea escocesa (ésas que son de plástico) y sin termo. Lo de los colores pueden ser de marca Fantasía (aunque no tenga el color carne). Te quiere con todo su corazón. Tu más ferviente católica". En esa época, el Niño Jesús nunca me trajo lo que le pedía por carta, más bien me traía cosas que necesitaba: ropa interior, piyamas de franela, mochilas, calcetines, zapatos de charol de trabita del Prototipo de Moda, los libros del Tesoro de la Juventud, una bicicleta demasiado grande heredada de mi hermana, un abrigo de pelo de camello heredado de mi hermano, etcétera, etcétera. Nunca me trajo una muñeca de Shirley Temple, nunca me trajo un juego de té, nunca me trajo un disfraz de Blanca Nieves y nunca me trajo una mascota como la de Dorotea en el Mago de Oz.
A mí me gustaba ir a casa de mis abuelos porque siempre olía a frijoles recién cocidos en estufa de carbón. Su cocina era como la de la Casa Azul de Frida Kahlo, era una clásica cocina de tipo hacienda, era espaciosa, llena de ollas colgando, en una esquina había leña, carbón; había abanicos para encender el carbón; los comales tenían el aroma de las tortillas recién hechas. Las cazuelas además de enormes, eran preciosas y en ellas se cocinaban los guisos más sabrosos que he comido; que la salsa de pepita; que el pipián, que el tamal de cazuela, que el arroz rojo con sus chicharitos, etcétera. No es que mi mamá grande hubiera sido buena en la cocina, lo que sucede es que tenía una excelente cocinera, de allí que siempre en Milán 35 se hubiera comido tan bien.
Mis abuelos vivían enfrente de Chucho Reyes. Toñita y María, sus fieles hermanas quienes nunca se casaron por atender al pintor tapatío, siempre les llevaban a mis abuelos unas tortillitas blancas recién hechas envueltas en unas carpetitas deshiladas muy bien almidonadas, mismas que eran enviadas con una doncella vestida toda de negro y un delantal blanco lleno de encajes de tira bordada. Se veía preciosa con sus trenzas que le llegaban casi hasta el suelo, cruzando la calle y llevando en las manos la canastita pletórica de tortillas. Los hermanos Reyes sí ponían unos nacimientos preciosos. Pero, sin duda, el más bonito de todos de esa época era el del Club Vanguardias que estaba en las calles de Frontera 16 y cuyas posadas son legendarias. Lo recuerdo perfectamente. El responsable tanto de las posadas como del nacimiento, era el padre Benjamín Pérez del Valle. Además de contar con centenas de personajes fabricados en España y en Italia, estaban colocados, tal como se narra en la Biblia desde la Anunciación de la Virgen María hasta el Nacimiento del Niño Jesús. Resultaba tan pero tan real, que nada más faltaba que volaran los ángeles o que berrearan los borreguitos. Los efectos de la luz eran increíbles, los juegos de espejos daban una atmósfera misteriosa; el cartón que simulaba las cuevas de rocas hacía una escenografía impecable; las supuestas cascadas parecían como de película de Hollywood; los animales eran casi reales; los pastores parecían de carne y hueso; se hubiera dicho que los ojos de los Reyes Magos se movían de un lado a otro; San José y la Virgen María eran como una aparición y el Niño Jesús parecía como recién bajado del cielo. Todo era un milagro, un acto de fe. Por eso yo entraba y salía, una y otra vez, no obstante costaba un peso la entrada. Lo que quería era hacerme chiquita y quedarme allí, convertirme en una pastora e ir a visitar al Niño Dios para darle la bienvenida.
Han pasado muchos años desde entonces. Mis abuelos ya se murieron. Los Reyes ya se murieron. Actualmente, Milán 35 es un edificio enorme de muchos departamentos. También el padre Pérez del Valle ya se murió. Ya no existe el Club Vanguardias. Ahora mis nietos ya no le escriben carta al Niño Jesús, sino a Santa Clos. El contenido de sus cartas no tiene nada que ver con las que yo solía escribir. A ellos sí les traen todo, todo, todo, todo lo que piden y mucho más. Muchos de estos niños, en su casa, ya no ponen nacimiento, ni toman aguas frescas, sino muchos, muchos, refrescos y no comen comida mexicana. En las comidas familiares, las conversaciones giran alrededor de temas como el crimen organizado, los secuestros, robos de coches, la crisis mundial, despidos, desempleo, cambio climático, los últimos decapitados de Guerrero, los más recientes divorcios, violencia familiar, etcétera, etcétera.
Ahora vivimos otros tiempos. Tiempos raros. Extraños. Tengo frío. Sin embargo, les deseo a todos ustedes una muy feliz navidad. Los quiero mucho. Les mando muchos besos. A todos quisiera regalarles algo especial. Pero no puedo. Son muchos. Les deseo lo mejor y son lo mejor que tengo...
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