sábado, 14 de agosto de 2010

Desempleo, estancamiento y precariedad.

Según información del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), entre abril y junio de este año la tasa de desempleo en el país se ubicó en 5.3 por ciento de la población económicamente activa (PEA), lo que equivale a 2.5 millones de personas desocupadas, más de 100 mil con respecto al mismo periodo del año anterior. Por lo que hace al empleo informal, el Inegi reveló que la población actualmente ocupada en ese sector asciende a 12.8 millones de personas –28.8 por ciento de la PEA–, 660 mil más que las contabilizadas hasta mediados del año pasado.

Los datos comentados son indicativos, en primer lugar, de la persistencia del panorama económico devastador que aquejó al país desde finales de 2008 y durante la mayor parte de 2009. A contrapelo del desbordado optimismo oficial manifestado en meses recientes, y de las declaraciones triunfalistas sobre la creación de más de medio millón de empleos con nombre y apellido en lo que va de 2010, las cifras del Inegi se muestran contundentes: a la mitad del presente año se han contabilizado más de 563 mil plazas perdidas con relación a las que había antes del inicio de la crisis a finales del año antepasado. Aun si se cumpliera el pronóstico formulado por el secretario del Trabajo, Javier Lozano, de crear 600 mil puestos laborales al finalizar 2010, dicha cifra resultaría a todas luces insuficiente para cubrir el déficit acumulado en ese periodo, en el que la PEA creció en más de 2 millones de personas

Otro aspecto preocupante de las cifras del Inegi es el repunte del trabajo informal, pues ello revela que un sector creciente de la población se ha visto obligado a ingresar a un mercado caracterizado por la inseguridad laboral, los bajos niveles salariales y el incumplimiento de derechos fundamentales, como el acceso a la seguridad social y la jubilación. Por añadidura, un menguado orgullo puede representar para la actual administración que el país ostente una tasa de desempleo relativamente baja en el contexto internacional, cuando ello va aparejado al ensanchamiento de la informalidad y a una persistente dependencia de las remesas provenientes del extranjero, elementos indicativos de una creciente precariedad de la economía mexicana, de un amplio sentir de incertidumbre y zozobra en la población y de un deterioro generalizado de las condiciones de vida en el país.

En el momento presente, es claro que las autoridades no pueden culpar del incremento de la desocupación a los ciclos económicos –como lo hicieron durante todo el año pasado y buena parte del antepasado–, cuando los indicadores negativos persisten a pesar de la supuesta recuperación macroeconómica, y cuando ellas mismas han alentado la aplicación de medidas que constituyen un obstáculo para la creación de nuevas fuentes de trabajo: tal es el caso del aumento generalizado en los impuestos al salario y al consumo, y del incremento recurrente en los precios de combustibles, la energía eléctrica y demás tarifas públicas. Lo cierto es que el supuesto propósito oficial de crear más empleos guarda poca o ninguna relación con la actual política de ensañamiento fiscal contra los asalariados y los sectores productivos, y con el empeño por trasladar al conjunto de la población el costo –por demás elevado, cabe decir– de la administración pública.

En suma, el gobierno federal tiene la responsabilidad principal de revertir una situación que conlleva un enorme costo social y un elevado riesgo para el país en materia de gobernabilidad. La recuperación del mercado laboral requiere, en primer lugar, del reconocimiento de la realidad social y económica, del replanteamiento de las directrices económicas vigentes y de la reorientación de los presupuestos públicos a la creación de puestos de trabajo en la escala que se requiere.

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