Las muertes del titular de la Secretaría de Gobernación, José Francisco Blake Mora; del subsecretario de Asuntos Jurídicos y Derechos Humanos, Felipe Zamora Castro; del director general de Comunicación Social, José Alfredo García Medina; de la secretaria técnica Miriam Hayton Sánchez, y de cuatro efectivos militares, acaecidas ayer, cuando el helicóptero del Estado Mayor Presidencial en que viajaban en dirección a Cuernavaca se desplomó en el estado de México, trasciende, aunque no excluye, el ámbito de las tragedias personales, dada la jerarquía en el gobierno federal de dos de los fallecidos. Blake Mora ocupaba el segundo puesto en importancia, en tanto que Zamora Castro desempeñaba un papel de gran relevancia en la coyuntura por la que atraviesa el gobierno federal.
Además de lamentar la pérdida de vidas humanas, cabe señalar algunos elementos de contexto ineludibles de la tragedia.
Para empezar, debe destacarse el hecho de que, ya sea por reacomodos de gabinete o por muerte accidental, la Secretaría de Gobernación ha tenido, en menos de cinco años, cuatro titulares, y se apresta a tener al quinto. Independientemente de los factores que la hayan causado, semejante inestabilidad en la conducción de la política interna y en la coordinación del gabinete no puede arrojar buenos resultados para el país ni para el gobierno, y acaso explique las dificultades en el diseño y la aplicación de sus estrategias en diversos rubros.
Por otra parte, la muerte de Blake tiene dos precedentes que no pueden pasar inadvertidos: hace tres años, justamente en este mes, murieron el entonces secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño, y el antiguo responsable del combate al crimen organizado, José Luis Santiago Vasconcelos, en lo que fue oficialmente calificado como accidente aeronáutico, ocurrido cerca de la Fuente de Petróleos, en la ciudad de México. En ese entonces –noviembre de 2008– resultó inevitable recordar el deceso de Ramón Martín Huerta, secretario de Seguridad Pública en el gobierno de Vicente Fox, ocurrido cuando el helicóptero en que viajaba hacia el penal del Altiplano se precipitó en el municipio mexiquense de Xonacatlán, en septiembre de 2005.
Otro factor contextual es el escenario de violencia e inseguridad desatado por las luchas entre grupos delictivos y por la estrategia oficial para combatirlos, proclamada a unos días de que Felipe Calderón asumió la jefatura del Poder Ejecutivo, en diciembre de 2006, y que ha dejado un saldo de decenas de miles de muertos.
A la espera de los resultados de la investigación oficial, sería irresponsable sugerir, sin los necesarios elementos de juicio, una relación entre la guerra calderonista y el desplome del helicóptero ocurrido ayer. Tampoco puede afirmarse que las muertes de Blake y de Mouriño conformen un patrón de accidentes de aeronaves del Estado Mayor Presidencial. Las casualidades existen, y el uso intensivo del traslado aéreo por parte de servidores públicos de primer nivel incrementa las probabilidades de que se vean involucrados en accidentes.
Sin embargo, ante una sociedad escéptica, con una credibilidad institucional seriamente debilitada, y en el entorno actual de violencia descontrolada, al gobierno federal no le será fácil explicar –y mucho menos asimilar– la muerte, en accidentes aéreos, a bordo de aeronaves oficiales, de dos secretarios de Gobernación en tres años, y en seis, la de cuatro funcionarios directamente relacionados con la seguridad pública y nacional.
La tragedia de ayer desvela, pues, otra circunstancia no menos trágica: la de un gobierno cuyos márgenes de credibilidad se han reducido en forma severa por efecto de sus fallidas estrategias en materia de economía, de seguridad y de comunicación pública. Las dos primeras son irreparables; la tercera puede no serlo, si la administración calderonista logra informar, con plena transparencia, la verdad de lo ocurrido al helicóptero en el que viajaba Blake Mora y algunos de sus colaboradores.
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