Los ataques del 11 de septiembre de 2001, criminales e injustificables, fueron consecuencia del incorregible intervencionismo de Estados Unidos en Medio Oriente y Asia Central y de los múltiples agravios causados por la superpotencia en esas regiones del mundo. La respuesta elegida entonces por la Casa Blanca y sus aliados ha multiplicado exponencialmente tales agravios y ha alimentado la irracionalidad de los extremismos integristas en el mundo islámico, como demostraron los atentados posteriores contra los sistemas de transporte de Madrid y de Londres. Tal respuesta se concretó en la destrucción y la ocupación de Afganistán y de Irak, en la muerte de cientos de miles de inocentes, en una destrucción material incuantificable y en una sistemática violación a los derechos humanos por los gobiernos estadunidense y europeos en varios continentes. En las sociedades occidentales se generalizó la zozobra y hasta naciones ajenas al conflicto, como la nuestra, fueron arrastradas –con la complicidad de las autoridades locales– a una lógica antiterrorista por demás improcedente y peligrosa.
En suma, tras ser atacado en su propio territorio, Washington llevó al mundo a una confrontación trágica que no le ha hecho bien a nadie más que a los intereses de las grandes corporaciones y a los contratistas del mercado bélico. Por el contrario, el mundo es hoy mucho más inseguro de lo que fue hasta el 10 de septiembre de 2010 y la agenda social que había logrado construirse a lo largo de las administraciones encabezadas por Bill Clinton fue reducida a la insignificancia por las prioridades de un estado de guerra convertido en punto casi único del programa de gobierno de su sucesor.
Una de las consecuencias poco comentadas de ese viraje belicista es la persistente crisis económica que se abate sobre el mundo en los días actuales. Cabe recordar, al respecto, que Bush hijo recibió un gobierno con un superávit histórico y, ocho años más tarde, entregó una administración que arrastraba un déficit también sin precedentes. Si la guerra solía considerarse la locomotora de la economía, las secuelas económicas del 11-S sugieren, en cambio, la imagen de una locomotora que atropelló a la economía –la estadunidense y la mundial– y ha sido benéfica sólo para un pequeño puñado de contratistas y financieros del complejo militar-industrial. Mientras tanto, las economías de Estados Unidos, Gran Bretaña, España y otras naciones desarrolladas, se debaten de turbulencia en turbulencia y de pánico en pánico.
Hasta ahora, el gobierno que encabeza Barack Obama ha sido incapaz de corregir el rumbo geoestratégico y económico dejado por su antecesor. Da la impresión de que el actual presidente de Estados Unidos actúa como rehén de los intereses corporativos y que su ambicioso programa de transformación social y de cambio de énfasis y de prioridades es sólo un recuerdo indeseable en la Casa Blanca. La rectificación de la dirección de catástrofe en la que avanza Occidente sigue siendo necesaria, y mientras no se realice, seguirán incubándose guerras y crisis. Por desgracia, no hay a la vista una fórmula política capaz de llevarla a cabo, y el mundo sigue inmerso en la dinámica en la que entró hace 10 años.
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