En el momento actual, la postura de Mubarak no sólo es tardía e insuficiente por donde se le mire: constituye, además, una burla y una provocación para el pueblo egipcio, el cual, en la semana reciente, se ha jugado el físico en las calles de ese país en reclamo de la renuncia del dictador, y no tolerará una nueva estrategia que le permita a éste encaramarse en el poder, así sea por unos meses.
A estas alturas, Mubarak no está en posición de imponer condiciones: su permanencia frente al gobierno de El Cairo es insostenible, no sólo porque carece de toda legitimidad para llevar a su país al escenario que ha evitado por tres décadas –la celebración de elecciones democráticas, limpias y competidas–, sino también porque cada día que permanece en el cargo profundiza el descontento de la población y alimenta un entorno de violencia y represión que ya ha cobrado la vida de unas 300 personas y herido a miles más.
Pero si las pretensiones de Mubarak resultan inaceptables para las enardecidas masas egipcias y para amplios sectores de la opinión pública internacional, para Washington y Tel Aviv abren un compás de espera por demás conveniente. En la hora presente, es claro que el primero de esos gobiernos no busca tanto sostener el impresentable régimen de El Cairo cuanto procurar el arribo de una autoridad nacional que sea cercana y proclive a sus intereses geoestratégicos, y que conjure, en particular, la posibilidad de un aislamiento de Israel en la región. La preocupación que este último escenario suscita en el gobierno encabezado por Benjamín Netanyahu queda de manifiesto con el despliegue de tropas israelíes a la frontera con Egipto, en la península del Sinaí, y con el hecho de que Tel Aviv ha sido el único gobierno –junto con la monarquía autocrática de Arabia Saudita– que ha expresado su respaldo inequívoco a Mubarak.
La claridad con que se ha expresado el pueblo egipcio en las calles de ese país, y su determinación de llevar sus reivindicaciones democráticas a un punto de no retorno, colocan a Estados Unidos y a sus aliados occidentales ante la obligación moral de atender cuanto antes el reclamo de esa voluntad popular, y profundizar la presión internacional para que Mubarak deje el poder. Si, por el contrario, Washington opta por alargar la agonía del régimen de El Cairo con miras a salvaguardar sus intereses geopolíticos y los de su aliado regional, provocará un nuevo daño a su maltrecha imagen internacional y colocará su supuesto compromiso con los valores democráticos en un nuevo entredicho.
Editorial de La Jornada. Link.
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