Con los 56 asesinatos que se registraron ayer en diversas entidades del territorio nacional –27 de ellos en Acapulco, Guerrero– se completa uno de los inicios de año más sangrientos en los últimos tiempos, con un aproximado de 300 muertes en ocho días, cifra que incluso rebasa el número de ejecuciones ocurridas durante el mismo lapso de 2010 (alrededor de 280). Se asiste, pues, a la superación numérica de una cuota de violencia que parecía insuperable, y que en el último año alcanzó un ritmo de más de mil asesinatos en promedio al mes, según se desprende de las propias cifras oficiales.
En lo que va de la presente administración, ninguna de las medidas anunciadas y adoptadas por el gobierno federal ha logrado contrarrestar la angustiosa inseguridad que padece la población, y que se expresa en actos de creciente crueldad y salvajismo: antes al contrario, se extiende entre la gente la percepción de que los elementos centrales de la actual estrategia gubernamental contra el crimen organizado –empezando por el despliegue masivo de efectivos policiales y militares en diversas entidades– han tenido efectos contrarios a los perseguidos, y han exacerbado las manifestaciones de una criminalidad que se hace presente, en formas cada vez más atroces, en casi todos los puntos del territorio nacional.
En tal circunstancia, la insistencia del discurso oficial en la necesidad de modificar la percepción pública en materia de seguridad –retomada por Felipe Calderón hace unos días, cuando demandó a cónsules y embajadores de nuestro país “poner en perspectiva” la violencia que se vive en México– resulta tan improcedente como las peticiones, abiertas o veladas, del poder público a la sociedad para que ésta se resigne a una continuidad de la violencia por muchos años: en uno y otro casos, el gobierno federal pasa por alto los múltiples indicios que apuntan a la imposibilidad de que el gobierno federal gane la “guerra” contra la delincuencia que él mismo decretó hace cuatro años. Tampoco sirve de mucho presentar como indicadores del “éxito” de la actual estrategia antidrogas las capturas o muertes de presuntos capos, como hizo recientemente el mandatario: el hecho es que ni la persecución gubernamental ni las mortíferas disputas entre estamentos delictivos, o entre éstos y las fuerzas públicas, han hecho mella en los grupos criminales que bañan de sangre el territorio y desafían al Estado en forma cada vez más inequívoca y resuelta.
El manifiesto fracaso de la actual política de seguridad pública no admite ya otro rumbo de acción que la revisión autocrítica y honesta de la misma por parte del gobierno federal, el reconocimiento de la complejidad y la dimensión del problema que se enfrenta, y el correspondiente viraje en los planteamientos y las acciones orientadas a combatir la criminalidad: en la hora presente, el esfuerzo básico y principal de las autoridades debe concentrarse en impedir que los asesinatos, los levantones, los atropellos cometidos por todos los bandos y la inseguridad sigan flagelando a la población, y esa tarea debe concretarse no dentro de unos meses o dentro de unos años, sino en lo inmediato.
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