SE HUNDEN CAPITALES.
Editorial de La Jornada.
Reunida desde el 29 de noviembre, la Conferencia de las Partes sobre Cambio Climático (COP 16), que se lleva a cabo en Cancún, parece destinada a terminar con un fiasco similar al que tuvo lugar el año pasado en Copenhague, es decir, sin acuerdos sustanciales y concretos en materia de control de emisiones de gases con efecto invernadero, medidas contra la deforestación y acciones de ayuda a los países pobres para enfrentar las consecuencias del cambio en el clima. El atorón principal se encuentra en el desacuerdo entre las naciones industrializadas –encabezadas por Estados Unidos y Japón– y las potencias en desarrollo –como China, Brasil e India– sobre la parte de responsabilidad que corresponde a unas y a otras para impedir que el entorno ambiental planetario siga deteriorándose como consecuencia de la acción humana.
Ayer, el presidente ecuatoriano, Rafael Correa, puso el dedo en la llaga al señalar la falta de voluntad política de las potencias occidentales y cuestionó “por qué ciertos países que en otras dimensiones se convierten en heraldos de los derechos del hombre, de la democracia, se resisten a un segundo periodo de compromisos bajo el único régimen jurídico vinculante que es, con todos sus defectos e imperfecciones, el Protocolo de Kyoto”, en referencia a la negativa de Japón y de Estados Unidos a prorrogar, en el primer caso, y a aceptar, en el segundo, ese acuerdo histórico que permitió poner un límite a la emisión de gases de efecto invernadero. El mandatario de Ecuador destacó, por otra parte, la imperiosa necesidad de que las naciones más prósperas cambien sus patrones de producción y de consumo, a fin de evitar una catástrofe climática global.
Es pertinente recordar, al respecto, el enorme desequilibrio que impera en el mundo en materia de contaminación y degradación de los recursos naturales: Estados Unidos, que cuenta con 4 por ciento de la población planetaria, consume cerca de 25 por ciento del petróleo y del carbón, y es el mayor emisor de gases contaminantes. Si los habitantes de los otros países consumieran energía (eléctrica, petrolífera, nuclear) en la misma cantidad que los estadunidenses, se produciría un rápido y generalizado colapso ecológico.
Desde esta perspectiva, el obstáculo principal al establecimiento de un nuevo instrumento internacional que norme el comportamiento ambiental de los países no es, en el fondo, político, sino económico: el modelo de capitalismo salvaje que aún impera en buena parte del planeta, el mismo que condujo a la crisis mundial de 2008, implica la sumisión de los gobiernos a los intereses de los grandes conglomerados empresariales, y para éstos contaminar es un gran negocio que debe permanecer al margen de regulaciones públicas que les restarían rentabilidad.
Así se explica el afán de las autoridades de las naciones industrializadas por trasladar a los países en desarrollo las responsabilidades ante el creciente deterioro ambiental. Estas actitudes permiten entender también el doble rasero que Estados Unidos y sus aliados ricos quieren establecer en el debate mundial sobre este tema. Un ejemplo concreto es la insistencia en establecer un control internacional sobre la Amazonia brasileña, con el argumento de que esa región es imprescindible para el equilibrio ecológico del mundo. La apreciación es cierta, pero con base en ella habría que internacionalizar también el control de los bosques y de las reservas petrolíferas estadunidenses; de los Alpes franceses, suizos e italianos, y de las estepas rusas, entre otros. En esa lógica sería obligado, asimismo, poner bajo gerencia de la ONU a la British Petroleum, culpable de la peor catástrofe ambiental en los años recientes.
En suma, el fracaso de la COP 16 se perfila como inevitable. En tal circunstancia, la acción colectiva de los ciudadanos contra la indolencia gubernamental y contra la acción devastadora de los grandes conglomerados empresariales parece ser, hoy día, el único curso de acción posible para frenar la destrucción ambiental en el mundo.
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